Estamos librando una guerra generacional que empeorará antes de mejorar. En verdad, es posible que no mejore durante mucho tiempo. Nadie quiere admitirlo, porque es desagradable y penoso.
Se supone que los padres deben cuidar a sus hijos y los hijos deben cuidar a sus padres cuando envejecen. Para las familias, estas obligaciones colectivas quizás funcionen. Pero lo que tiene sentido para las familias no siempre funciona para la sociedad como un todo. El choque entre generaciones se está intensificando.
Hace unas semanas, un juez federal falló que Detroit podría ir a una quiebra municipal, lo que casi con seguridad significa que se reducirán las pensiones y los beneficios médicos de los empleados municipales jubilados. Existe un conflicto básico entre pagar todos los beneficios jubilatorios y mantener los servicios actuales (policía, escuelas, parques, sanidad, carreteras). Los empleados jubilados de Detroit han crecido, los beneficios no fueron adecuadamente financiados y la economía de la ciudad no es suficientemente fuerte para pagar ambas cosas sin contraproducentes incrementos fiscales.
Los números no perdonan. Detroit cuenta ahora con dos jubilados por cada trabajador en activo, informa Detroit Free Press; en 2012, eso sumaba 10,525 empleados y 21,113 jubilados. Satisfacer a los jubilados inevitablemente perjudica a sus hijos y nietos. Aunque la situación de Detroit es extrema, no es única. Se pensaba, en una época, que los beneficios jubilatorios eran legal y políticamente inexpugnables. Los recortes de pensiones en Illinois (la semana pasada), en Rhode Island y en otras partes han destruido esa suposición. Chicago está considerando reducciones para sus jubilados.
Lo que está sucediendo en el ámbito de los estados y localidades es un esfuerzo incompleto e imperfecto por balancear los intereses de los jóvenes y los viejos. Los conflictos varían dependiendo de la generosidad de los beneficios y de la solidez —o debilidad— de las economías locales. Un estudio de 173 ciudades que hizo el Center for Retirement Research de Boston College encontró que los costos de las pensiones promediaban 7.9 por ciento de las rentas públicas, pero en muchas ciudades eran mucho más altos. En Chicago representaban 17 por ciento; en Springfield, Massachusetts, 15 por ciento, y en Nueva York, 12.9 por ciento. Los beneficios médicos se agregan a los costos.
En el ámbito federal, no se producen ni siquiera estos burdos ajustes generacionales. Los intereses de los ancianos desplazan sin consideración otros intereses nacionales. El Seguro Social, Medicare y Medicaid —programas dirigidos mayormente a los jubilados— dominan el presupuesto, dando cuenta del 44 por ciento de los gastos, y han sido, en gran parte, excluidos de las medidas para reducir el déficit.
Casi todos los ajustes caen sobre otros programas: defensa, tribunales, investigaciones, carreteras, educación. O mayores impuestos. El Gobierno Federal es cada vez más una entidad de transferencia: los impuestos de los jóvenes y de los de mediana edad se gastan en los ancianos.
¿Cómo se explica esto? Por política. Para los estados y municipios, los recortes de beneficios afectan a trabajadores gubernamentales —un grupo poderoso, pero pequeño—, mientras que en el ámbito federal, se trata de todos los ancianos, un enorme grupo que incluye los padres y abuelos de todo el mundo. Como resultado, el combate ha sido desigual. Los líderes políticos de ambos partidos han evitado tomar decisiones poco gratas. Los más jóvenes generalmente están despistados sobre cómo los cambios demográficos amenazan sus futuros servicios gubernamentales e impuestos.
Esto podría cambiar. Un motivo es la Ley de Asistencia Médica Asequible (ACA, por sus siglas en inglés). Entre otras cosas, el Obamacare expande el subsidio obligatorio de los ancianos (los que aún no tienen 65 años) por los jóvenes. Bajo la ley, algunos de los jóvenes pagarán primas de seguros artificialmente altas para cubrir los gastos médicos de norteamericanos más viejos y más enfermos. Los jóvenes parecen estar negándose a hacerlo. Una encuesta del Institute of Politics de Harvard reveló que menos de un tercio de los jóvenes no-asegurados, de entre 18 y 29 años, piensa inscribirse en el programa. He aquí otra rencilla generacional.
Las mejoras de la vejez también socavan el statu quo. Sin duda, millones de norteamericanos mayores están débiles, enfermos y son pobres. Pero muchos no. Los ancianos están, en general, más saludables y son más ricos que nunca. Una persona de 65 años puede esperar, ahora, vivir un promedio de 19 años más, un incremento de dos años desde 1990. Pasan más años disfrutando de una salud relativamente buena, según un estudio del National Bureau of Economic Research, porque las grandes discapacidades se producen más tarde. Mientras tanto, los estadounidenses de 65 y más años normalmente consideran estar en mejor situación financiera que otros grupos, según encuestas de NORC, una organización de sondeos de opinión de la Universidad de Chicago. En el 2012, el 41 por ciento de los ciudadanos de 65 y más años estaba “satisfecho” con sus finanzas, y el 20 por ciento, insatisfecho (el resto estaba en el medio). Entre los de 35 a 49 años, solo el 25 por ciento estaba satisfecho y el 29 por ciento, insatisfecho.
La guerra generacional nos altera porque enfrenta a padres contra hijos. El bienestar de los ancianos refleja, en parte, el éxito del Seguro Social y del Medicare; pero también llega a expensas de los más jóvenes. Fingimos que estos incómodos conflictos no existen. Pero sí existen y se originan en los cambios demográficos, el crecimiento económico más lento y conceptos antagónicos de la vejez. No pueden disolverse mediante piadosas invocaciones de que “estamos todos juntos en esto”. Hasta la fecha, la contienda ha sido unilateral; ahora, el otro bando está comenzando a agitarse.