Al escoger a Jacob Lew, jefe de personal de la Casa Blanca, para reemplazar a Timothy Geithner como secretario del Tesoro, el presidente Barack Obama está enviando mensajes no muy sutiles: se reducirá la autonomía del Tesoro; el presidente no tiene demasiado temor a una nueva crisis financiera, y no está tratando de reconciliarse con sus críticos republicanos y del ámbito empresarial.
Por diversas causas, la elección de Lew tiene mucho sentido. Poca gente puede igualar la comprensión que Lew tiene del presupuesto. Dirigió la Oficina de Administración y Presupuesto en los gobiernos de Clinton y de Obama.
Ha trabajado con políticos demócratas desde la época del presidente de la Cámara, Tip O’Neill y es un feroz defensor de objetivos liberales.
El trabajo de secretario del Tesoro tiene aspectos contradictorios. El secretario es, generalmente, el principal asesor económico del presidente mientras representa, al mismo tiempo, las opiniones e intereses de la comunidad empresarial y financiera dentro del gobierno.
Lew cumple los requisitos para la primera tarea y a Obama no parece importarle mucho la segunda.
Lew tuvo la reputación, en una época, de ser un tecnócrata que resolvía diferencias entre los partidos. Pero esa imagen se ha desvanecido al asumir posiciones de mayor responsabilidad.
En términos generales, todo secretario del Tesoro enfrenta ahora tres grandes preguntas.
Primero: ¿Cómo puede mejorarse la anémica recuperación económica? En los tres primeros años de esta recuperación —que oficialmente empezó a mediados de 2009— la economía se ha expandido a una tasa anual del 2 por ciento, menos que la mitad del promedio de 4.6 por ciento de las 10 otras recuperaciones desde 1949.
Muchos economistas predicen una continuación del ritmo lento. Behravesh pronostica un crecimiento del 1.7 por ciento para 2013, con una caída de la actual tasa de desempleo de 7.8 sólo a un 7.5, para fin de año.
Segundo: ¿En qué medida y a qué velocidad debería recortarse el déficit presupuestario? Entre 2009 y 2012, la deuda federal aumentó en 5 mil millones de dólares; en la senda actual continuará creciendo como porción de la economía.
Muchos economistas advierten que eso podría desencadenar algún día una crisis financiera, cuando menos personas estuvieran dispuestas a comprar la deuda de Estados Unidos. Pero muchos de esos economistas temen que abruptas disminuciones del déficit —mediante aumentos fiscales y recortes de gastos— causen una nueva recesión. De eso se trataba el “precipicio fiscal”.
Tercero: ¿Puede la economía global evitar un nacionalismo económico autodestructivo? El economista Adam Posen, del Peterson Institute, advierte sobre guerras de monedas, cuando los países permiten que las tasas de cambio se deprecien para obtener una ventaja competitiva en los mercados de exportación. Eso ya ha ocurrido; si empeora, el proteccionismo obstruiría el flujo comercial.
Son asuntos espinosos; las posibles respuestas de Lew no son claras. Un paso constructivo sería comenzar a sanear el envenenado clima de Washington. Corroe la confianza y debilita la economía al socavar la voluntad de las familias y empresas para gastar e invertir.
La cuestión con respecto a Lew es si alentará la cooperación y reafirmará la confianza —o si se convertirá en un instrumento de conflicto. Las actitudes anti-empresariales de Obama son políticamente útiles pero económicamente destructivas. Como lo expresa Behravesh:
“¿Quiénes, piensan ellos (los funcionarios del gobierno), crean fuentes de trabajo? Me resulta desconcertante que, cuando quieren puestos de trabajo, critiquen al sector privado. No tiene sentido.”
© 2013, The Washington Post Writers Group