No se trata de él. Se trata de nosotros.
A medida que se acerca el 50 aniversario del asesinato de John F. Kennedy, hemos sido inundados con ensayos, libros, sitios Web, videos y una nueva película celebrando el evento. La fascinación con los Kennedys perdura, aunque probablemente esté llegando a su fin. Después de todo, alrededor de tres cuartos de los norteamericanos o bien no habían nacido cuando mataron a Kennedy o eran demasiado jóvenes para comprender lo que sucedió. Para ellos es un acontecimiento distante y desconectado.
Y Kennedy no fue un gran presidente. Fue entre mediano y mediocre.
En el momento de su muerte, no había alcanzado ningún éxito legislativo. Sus dos propuestas principales —un recorte fiscal para reactivar la economía y la legislación de los derechos civiles— languidecieron en el Congreso. Expandió la Guerra de Vietnam y aunque algunos defensores sostienen que hubiera revertido ese hecho en su segundo período, se juzga a los presidentes por lo que hicieron, no por lo que habrían hecho. Sus políticas económicas, simbolizadas por el recorte fiscal propuesto y denominadas “nueva economía”, tuvieron consecuencias perjudiciales en el largo plazo. Desencadenaron la inflación a fines de los años 60 y en los 70; y abolieron el compromiso de presentar un presupuesto balanceado, pérdida que aún nos persigue.
Más allá de Vietnam, su gestión en política exterior fue deslucida. Sí distendió la crisis de los misiles de Cuba en 1962, pero esa crisis podría haber sido consecuencia en parte de la sensación de Khrushchev de que podía intimidarse a Kennedy.
Es cruel pero cierto que, el momento más trascendental de la presidencia de Kennedy fue su asesinato. Sumió al país en tal tristeza y culpa que, presionado por un legislador magistral, Lyndon Johnson, el Congreso aprobó el recorte fiscal y la legislación de los derechos civiles. Además, el cambio en la opinión pública permitió que Johnson, tras su aplastante elección de 1964, avanzara su programa de la Gran Sociedad: Medicare, Medicaid, la Ley de los Derechos al Voto de 1965 y más.
Nada de eso sostiene la fascinación con Kennedy. Es demasiado tecnocrático y matizado. La fijación tiene otras fuentes. Para comenzar, es la historia vista como una telenovela. Un vigoroso presidente cae baleado en la flor de la vida. Hermosa esposa. Niños pequeños. Pero ese atractivo es superficial. Su poder real radica en que, para muchos norteamericanos la vida y la muerte de Kennedy representan una metáfora personal e histórica mayor.
Yo estaba en mi primer año de universidad cuando asesinaron a Kennedy. La ilusión de Camelot era que él y nosotros estabámos en control de los acontecimientos. Su tasa de aprobación promediaba el 70 por ciento, la más alta de los presidentes modernos. En parte, ese hecho era el reflejo de un clima público menos crítico. Eisenhower, con ocho años en su cargo y más oportunidades para decepcionar y enojar, tuvo tasas casi igualmente altas, del 65 por ciento. Pero también tenía que ver con la personalidad de Kennedy. Inspiraba seguridad en sí mismo y destilaba encanto. Sin duda, a mí me encandiló.
Los Kennedys eran lo que todos queríamos ser. No, no terminaríamos en la Casa Blanca. Pero así como ellos habían alcanzado sus ambiciones, nosotros podríamos alcanzar las nuestras. Y haríamos del mundo y de Estados Unidos un lugar mejor.
El asesinato de Kennedy destruyó la ilusión del control. ¿Quién podía imaginar que se baleara a un presidente norteamericano? Pero mucho hechos no-imaginados tuvieron lugar: disturbios raciales en Los Angeles, Detroit y muchas ciudades; un poderoso movimiento antibélico; el asesinato de Bobby Kennedy y Martin Luther King; la renuncia de un presidente tras el caso Watergate.
Ése es su magnetismo. Fue menos una época inocente que simplista. Pensamos que podíamos fabricar el futuro y descubrimos que el futuro no quería cooperar. Nuestra continua seducción con la narrativa de Kennedy supone que si él hubiera vivido, el futuro habría sido mejor. Él hubiera comprendido la locura de Vietnam, abrazado la nueva cultura de los jóvenes y avanzado los derechos civiles. Este subtexto sostiene la fascinación con Kennedy.
Requiere que suspendamos nuestra incredulidad, ya que hubo una gran contradicción en el seno de su breve presidencia. Aunque Kennedy proyectaba dominio, siguió a los acontecimientos en lugar de producirlos. Es necesario un gran acto de fe para pensar que un segundo período hubiera sido muy diferente.