Quizás recuerden que, en los años 80, se consideró a Japón como la siguiente superpotencia económica, que desplazaría a Estados Unidos.
Desde entonces la caída ha sido larga. En los años 90, la “burbuja económica” causada por los precios altos de las acciones y las propiedades inmobiliarias explotó.
Desde 2000, el crecimiento económico ha promediado menos de un 1 por ciento anual.
La deuda del gobierno ha crecido a un 214 por ciento de la economía (producto bruto interno), alrededor del doble del nivel de la mayoría de los países avanzados.
Para reactivar la economía, Abe ha propuesto un paquete de “estímulo” de 114 mil millones de dólares y ha presionado al Banco de Japón (BDJ) para facilitar el crédito.
Son medidas conocidas. Durante años, los gobiernos de Japón han adoptado planes de estímulo.
En 1999, redujo las tasas a corto plazo a casi cero.
Nada de ello restauró los días de gloria de Japón.
Hasta mediados de los años 80, Japón se basó en un crecimiento impulsado por las exportaciones.
Toyota, Panasonic y otras multinacionales parecieron invencibles. Las exportaciones y las inversiones en nuevas fábricas proporcionaron el principal motor de crecimiento.
Lamentablemente para Japón, los desarrollos de los años 80 condenaron ese modelo.
Y la emergencia de otros productores asiáticos de costes bajos como Corea del Sur y Taiwán, Tailandia, Malasia y China, desplazaron a Japón como plataforma de exportaciones.
Así pues, el motor de crecimiento se ralentizó.
Las políticas de estímulo han sido el sustituto. Para combatir las recesiones profundas se justifican; el estímulo de 2009 del presidente Obama era necesario.
Pero se supone que el estímulo debe ser temporario. Se supone que debe “hacer arrancar la economía”.
La expansión debe sostenerse a sí misma. En Japón, esa transición nunca tuvo lugar.
El período mayor de crecimiento (2002-07) dependió en gran medida de un yen barato que revivió el modelo de exportaciones.
La lección es que los enormes déficits presupuestarios y tasas de interés ultrabajas tienen límites y pueden ser contraproducentes.
Para utilizar una manoseada metáfora: el estímulo se convierte en un narcótico.
La gente se siente mejor durante un tiempo, pero después, el efecto se va.
La economía necesita entonces una nueva dosis. El exceso de dosis genera problemas nuevos (deuda excesiva, “burbujas” de bienes, inflación). Eso ya ocurrió en Japón.
El país está atrapado en una trampa. Por un lado, necesita del estímulo para crecer. Por otro, la deuda de los estímulos pasados amenaza el crecimiento.
El problema es que los aumentos fiscales o los recortes de gastos requeridos podrían actuar como un lastre para la economía.
Dadas las contradicciones que presenta, Japón no es un lugar atractivo para las inversiones privadas.
EU no es Japón. Aún así, las similitudes están ahí.
Ambos países descansan en políticas de estímulo –crédito barato, grandes déficits– para curar problemas que son fundamentalmente estructurales y psicológicos.
Los paralelos son grandes y preocupantes. (c) 2013, The Washington Post Writers Group