Descubrí al mismo tiempo a una generación de escritores en ciernes que, como yo, buscaban acercarse a la literatura. Pronto formamos un grupo y empezamos a frecuentarnos en torno a lo que se convertiría en la revista Los hijos de la Malinche. Entre las conversaciones que fuimos tejiendo y los muchos sueños que compartimos, el nombre de Villoro apareció con la reiteración de un mantra. Me acuerdo la primera vez que fui al departamento de uno de ellos en Copilco. Emilio Toledo tenía una especie de altar literario. Entre las velas observé algunos tomos de los que son generalmente considerados los clásicos de la literatura universal: Joyce, Kafka, Cervantes, Rulfo. De pronto mis ojos repararon sobre un pequeño libro para niños. Un tomo de portada naranja con una especie de Einstein tocando la guitarra.
–“Tocayo” –le dije. –“Creo que alguien se equivocó y accidentalmente acomodó esto aquí”- Su mirada me hizo inmediatamente darme cuenta de mi error. –Qué bueno que lo tomaste, llévatelo y léelo. Ese libro me abrió las puertas a todos los otros que están allí.” –me dijo. Se trataba del Profesor Ziper y la Fabulosa Guitarra Eléctrica.
Villoro tenía un monopolio físico sobre la Ciudad de México. Supongo que muchas ciudades en la historia han tenido a su escritor; el DF de Bolaño estaba dominado por Octavio Paz, la ciudad de Königsberg observaba a Kant para saber la hora, Lisboa tenía a Pessoa. Para Los hijos de la Malinche el DF pertenecía a Villoro.
Me acuerdo todavía cómo Juan Cristobal presumía haberse encontrado a Villoro echando un mezcal en Coyoacán. Héctor Tajonar lo recordaba en alguna exposición en el centro. Diego Courchay, con su particular sentido del humor y acento francés, afirmaba que si uno quería encontrarse a Villoro tenía que ir al Kentucky Fried Chicken de Avenida Universidad donde él lo había visto chupándose los dedos tras unas alitas de pollo. Villoro estaba por todas partes.
Efectivamente la primera vez que lo vi entendí de qué se trataba todo el bullicio. Villoro estaba a la altura de su leyenda. Se trataba de una especie de atlante de Tula venido a la vida. En su complexión había una nota al pie de página que refería a Cortázar. En su voz, la claridad y profundidad de un cronista de futbol. En su infinita frente, frondosa barba y pequeños ojos, la brumosa personalidad de un filósofo. Todo esto mientras veía sus largos brazos volar como las extremidades de un juego de feria para finalmente caer sobre los hombros de su interlocutor.
A 30 años de su primera publicación, Villoro es la más esencial de nuestras figuras culturales. Por eso hace un año Los Malinchos nos pusimos de acuerdo para hacerle un homenaje. Una especie de rito para apadrinar al autor que leíamos y que además buscábamos desesperadamente para algún consejo o incluso consuelo.
Hace poco, un cabizbajo Courchay me confesó habérselo encontrado nuevamente afuera del KFC. Según el relato de mi amigo, Villoro se le habría acercado en esos pasos gigantescos y le habría puesto una de sus grandes manos sobre el hombro. “¡Ánimo querido!- Le dijo. -¿Qué te sucede? Vamos a tomar algo para que me cuentes.” Lleno de culpa ante el gesto de solidaridad, Courchay me confesó haber inventado lo de las alitas de pollo. Ante todo, la cualidad más importante de Juan Villoro es ser un escritor sumamente humano.