Acoso

Hasta hace algunos años la palabra acoso nos remitía casi exclusivamente a las mujeres violentadas por acoso sexual. 

No obstante, en evidencias recientes, encontramos este fenómeno de intimidación (o “forma de persecución” como lo define Wikipedia) en más ámbitos de la vida cotidiana y hacia más personas.  

Indira Kempis Indira Kempis Publicado el
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Hasta hace algunos años la palabra acoso nos remitía casi exclusivamente a las mujeres violentadas por acoso sexual. 

No obstante, en evidencias recientes, encontramos este fenómeno de intimidación (o “forma de persecución” como lo define Wikipedia) en más ámbitos de la vida cotidiana y hacia más personas.  

En algunas ciudades como la nuestra, estas acciones para violentar a otros son recurrentes, tanto así, que se han convertido en el “modus vivendi” de muchos de sus victimarios y están lacerando a las comunidades de estudiantes, de usuarios de Internet y de homosexuales, entre otros grupos sociales. 

El que más ha arrancado nuestras sorpresas ha sido el acoso escolar. 

Aunque algunos justifican los actos de violencia infantiles atribuyendo a las bromas o a los juegos este comportamiento en forma de maltrato psicológico, físico o verbal, la realidad es que está cobrando vidas de niños y niñas que son víctimas de sus trasgresores. 

Las noticias muestran la falta de empatía o la crueldad de los infantes. 

Están haciendo que padres y maestros se hagan preguntas importantes sobre el reto que representa hablar, hacer visible y denunciar el acoso a tiempo. 

Este tipo de comportamiento violento también ha llegado a las redes sociales virtuales que, en apariencia, se justifica porque todos tenemos derecho a la libre expresión y porque quién querría pasar por el tonto o tonta que le hace caso a “nimiedades”. 

Sin embargo, en más de una ocasión los usuarios hemos sido testigos del lenguaje altisonante, las suplantaciones de identidades, las amenazas de muerte sin tapujos, o la exhibición de contenido o información que se supone debería ser privada y desata cadenas donde ya no es una persona, sino varios más. 

Amanda Todd, fue el caso que estremeció a Canadá y el mundo por ser víctima de un ciberacoso que la orilló al suicidio. 

Este problema público ya no sólo se presenta en las redes, las casas o las escuelas. 

Los lugares de trabajo también se han convertido en espacios donde con facilidad y ligereza se puede asediar en grupo a otros, sobre todo de manera psicológica, ante sus limitantes, debilidades o fallas. Lo que repercute seriamente en las emociones de las víctimas. 

Aunque esto parece aislado, el silencio generalizado es lo que ha caracterizado su difusión. 

Pocas son las personas que realmente pueden confrontar a sus acosadores para limitar sus actos hacia ellos y hacia otros. 

No se trata de “sensibilería barata” en una sociedad que nos ha vendido la píldora de aspirar a ser “machos” que “si se llevan se aguantan” y que merecen relaciones no cordiales con los demás a raíz del síndrome mexicano al estilo “pégame, pero no me dejes”. 

O bien, de pretender que los victimarios detendrán sus acciones de manera voluntaria porque “sólo están jugando”. 

Alguna vez, estoy segura, ustedes y yo hemos sido víctimas de acoso. Es probable, que ni siquiera nos hayamos dado cuenta por estas teorías populares que acabo de describir. Pero, conforme más conocimiento tenemos sobre el tema, me pregunto cuántas de esas veces hemos denunciado públicamente que tal “juego” o “broma” no nos gustaba. 

Esa es la línea delgada que está haciendo que un tema que pareciera de carácter privado se convierta en público. 

En el momento en que las afectaciones no sólo son de manera individual, sino que comienzan a generar cicatrices sociales que dividen. Ya de por sí, tenemos que lidiar con más tipos de violencias. Ésta no la debemos pasar por alto, no se puede reinventar una ciudad ni un país con poblaciones que día a día son violentadas… En silencio.

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