Recibí una carta de una joven que se encontraba en mi conversatorio entre los beneficiarios de un programa de becas. Coincide con mi exposición al reconocer que ella también ha sentido en algunos momentos ese sentimiento de rechazo hacia la gente, la cultura, la política, de este país.
Pero, ¿quién no? Imposible negar una relación de amor-odio heredada de relaciones infructuosas de ahora y de antaño que parecen no resolver nuestros problemas del presente, sino que no vemos -como se dice cotidianamente- “la luz al final del túnel”.
Ahora ya no es tanto, pero antes pobre de aquel que osara en siquiera insinuar la imperfección o los dolores de patria.
De mal gusto criticar o como dicen algunos: “hablar mal del país”.
No importa que nos hayan inventado una identidad hecha a base de héroes que no existieron o que, si sí aparecieron en la historia, no son ni los villanos ni los buenos que nos enseñaron en la educación básica.
En México es todavía casi una trasgresión hacer comparaciones que no lo pongan al nivel de Suecia, de Suiza o de Finlandia. Se asume como un “mucho pedir”, “ya estuvieras”, “se vale soñar”.
Claro que no hay que exagerar. Porque también los mexicanos somos muy dados a como decía mi abuela: “tirarse en el piso para que te levanten”, es decir, hacerse la víctima.
Entre este claroscuro, ella me escribe que a partir de lo que conversamos quiere quedarse en el barco –México-, pero no para ver cómo se hunde, sino para hacer algo en la medida de sus posibilidades.
Y, ese es el efecto que considero deberían tener las quejas nuestras de cada día en las decisiones de vida personales: ¿Cómo y de qué manera nos vamos a involucrar para que ese barco no se vaya a pique?
No cabe duda que tenemos un país bonito dentro de la lista interminable de cosas que no nos gustan.
Pero, precisamente, porque no nos gustan es porque tenemos que reinventarnos en otra historia que nos encare a los retos actuales.
Que nos permitan algo más que sentir un simple orgullo por ser reconocidos por los lugares turísticos, el mariachi, el tequila o estar todos unidos contra los prejuicios de Donald Trump.
Tampoco se trata de que vivamos en un lugar en el que no queramos vivir.
Las nuevas generaciones se están dando cuenta de esto y cada día, independientemente de la clase social, sus desplazamientos entre cualquier país del mundo y éste son en menor tiempo que los que hacían nuestros padres o abuelos.
Pero eso no quiere decir que uno olvida las raíces cuando se va. Al contrario, es cuando más debemos recordarlas.
Si no sabemos cada uno de nosotros hacia dónde va México, al menos sí para qué estamos aquí sin ponernos en el relumbrón de ocasión ni sobajarnos tanto.
En perspectiva, entender que ese gen que traemos nos otorga desde que nacemos, además de un acta de nacimiento, responsabilidades con respecto a la sociedad que construimos.
Sobrevivir en resiliencia al “drama” nacional para pasar a los siguientes caminos.
Súmese conmigo a la campaña #unnuevogenmexicano.
Mándeme sus historias al correo que aparece en esta columna para demostrarle al mundo que tenemos esa capacidad social de rehacer una genética que parece inamovible.
Pero no. Se trata de no abandonar el barco, ni lejos ni cerca.
Que el sentimiento de patria sobra si no hay una nueva genética y ésa es la única constante para el cambio que necesita este país.Ese gen, nos otorga desde que nacemos, responsabilidades con respecto a la sociedad que construimos.