Cuauhtémoc, el último emperador azteca, se supo un luchador de las causas perdidas, pero desde el vertiginoso filo del abismo levantó una última mano por el Imperio Azteca. Cayó, pero cayó con gloria; una derrota valerosa. Allí nació el imperio idiosincrático mexicano, el subconsciente colectivo de que el vencedor siempre es el enemigo (aunque ese enemigo sea el 50 por ciento de nuestro ADN), y que la forma más asequible del triunfo es ser mártir.
En ese sentido se entiende porque nuestra historia oficial, bordada de la suave filigrana de este inconsciente, celebre la derrota. Doscientos años de tlatoanis que construyeron el imperio más poderoso del continente se limitan al heroico gesto de un último mártir. La historia ignora a Iturbide por las mismas razones que ignora al primer Moctezuma, porque triunfaron. Zapata, Carranza, Villa, los niños héroes, todos cayeron.
Nuestro gusto por la tragedia nos ha predispuesto a una extraña relación con el éxito. No estamos acostumbrados a triunfar. El éxito nos parece sospechoso, un arte conspiratorio reservado para los presumidos. Si la mitología fundacional de nuestra identidad esta cimbrada por la cultura del mártir y la tragedia, el éxito es, de facto, una traición a nuestra identidad. Ser exitoso es ser un mal mexicano.
Traducido al mundo del futbol el “Jamaicón” Villegas es el héroe perfecto de la identidad mexicana. El valiente que regresó a casa porque extrañaba la pancita y el pozole, el que estuvo en la puerta de la gloria y la rechazó por unas quesadillas. Caso contrario al de Hugo Sánchez. A Hugo se le reprochan dos cosas: su acento y no habernos hecho campeones del mundo. Hubiéramos preferido su fidelidad a los tlacoyos y que incluyera la palabra “chido” en su vocabulario que sus cinco campeonatos de goleo.
Y allí yace parte de nuestro cinismo. Hemos menospreciado a Hugo Sánchez, a Rafa Márquez, a Chicharito pero aun así esperamos de ellos lo imposible. Les exigimos ser los salvadores de la patria, los redentores. Porque en secreto, lejos de las marañas de la envidia, la frustración y los complejos, anhelamos el triunfo. Un anhelo que guardamos en una cajita metafísica que abrimos con la llave del sueño. “¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano?” preguntó Chava Flores: al éxito, es la respuesta.
Imaginar el éxito nos exime de la incómoda necesidad de tener que buscarlo. Si no llega a nosotros no fue nuestra culpa, el destino es canijo, no nos ha dado lo que merecemos. Merecemos mejores gobernantes, merecemos mejores jugadores de futbol, merecemos mejores escritores, pero no estamos dispuestos a nosotros mismos serlo.
Tan pronto se anunció la llegada de Chicharito al Madrid el cinismo mexicano reveló su peor cara. Algunos criticaron la decisión de Chicharito como si ellos mismos, puestos en esa posición, se hubieran negado a ir a uno de los clubes más grandes del mundo. Otros, desmeritaron el logro haciéndolo ver como un simple truco de la mercadotecnia. Para ellos solo una tragedia justificaría su éxito. El Chicharito tiene que fracasar para volverse legítimo.
Una nueva generación de mexicanos combate este lastre. Mexicanos hartos de los complejos, el cinismo y el arte de la queja permanente. Chicharito es uno de ellos. Es probable que su contratación beneficie a la marca del Madrid pero la lógica dicta que esto es un fruto de su éxito, y no como algunos insisten, el origen de él. Los cínicos acusan a Chicharito de ir al Madrid a vender camisetas ¿Pero quién creen ellos que comprará esas camisetas? Hay veces que la mejor manera de entender el mundo es voltear a ver al espejo.