‘Darle el poder al pueblo’
Las democracias representativas modernas se basan en la delegación del poder no en su ejercicio directo por los ciudadanos. Elegimos a alguien para tomar las decisiones por nosotros, delegando nuestro poder a través del voto. Esto no nos exenta de las responsabilidades cívicas, la democracia no se agota con la emisión del voto. Los elegidos nos representan y por ello tenemos el derecho y la obligación, por una parte, de exigirles, y por otra, de participar en los procesos de construcción social.
Emilio LezamaLas democracias representativas modernas se basan en la delegación del poder no en su ejercicio directo por los ciudadanos. Elegimos a alguien para tomar las decisiones por nosotros, delegando nuestro poder a través del voto. Esto no nos exenta de las responsabilidades cívicas, la democracia no se agota con la emisión del voto. Los elegidos nos representan y por ello tenemos el derecho y la obligación, por una parte, de exigirles, y por otra, de participar en los procesos de construcción social.
No obstante, si bien se equivocan quienes entienden la democracia como un voto cada tres años, lo hacen de igual forma aquellos que exigen de ella una estructura absolutamente horizontal. Un ala de la izquierda (irónicamente la más autoritaria) plantea una y otra vez que toda decisión pública sea puesta a consideración de los ciudadanos ya sea a través de referéndums, votaciones, asambleísmo o encuestas. Para ellos, la democracia consiste en seguir a las mayorías y, al hacerlo, olvidan que muchos de los grandes logros de la izquierda se han logrado justamente a pesar de ellas.
Si la prohibición de la esclavitud en Estados Unidos hubiese sido puesta a referéndum probablemente la propuesta nunca hubiese prosperado. Es similar con los derechos de las parejas del mismo sexo, o incluso con las grandes obras públicas que -a largo plazo- generarán dividendos, pero en el corto plazo son causas de malestar público y desaprobación. Y es que las sociedades son, por naturaleza, conservadoras y resisten al cambio.
Es un hecho que toda medida, por más pequeña o benévola que resulte, va a encontrarse con voces opositoras. En México lo hemos visto una y otra vez: una nueva línea de metro es criticada por operadores de otros tipos de transporte, la implementación del sistema Ecobici por vecinos de Polanco que se desplazan en vehículos con chofer o en helicóptero, los parquímetros por grupos de franeleros, y la lista sigue. Por ello si bien los referéndums son herramientas políticas útiles, someter a ellos toda política pública es vivir en la eterna parsimonia.
De todas formas el acuerdo total es imposible -y no necesariamente deseable- y es justamente por ello que es tan necesaria la presencia de un liderazgo claro que esté dispuesto a tomar decisiones, aún incluso en contra de la opinión pública. Esto no elimina el hecho de que los temas deben ser del conocimiento de la sociedad, con transparencia, en un ejercicio democrático de retroalimentación y discusión que supone una ciudadanía más informada.
En México los que proponen la democracia directa lo hacen desde una demagogia populista: La idea de “darle el mando al pueblo”. Al respecto, en entrevista con The Atlantic, el alcade de Nueva York, Michael Bloomberg, dice: “El liderazgo se trata de hacer lo que crees correcto y después construir apoyo en torno a ello. No es hacer una encuesta y seguir a la opinión pública. Ésa no es la manera de ganar. Y yo pienso que no es ético o correcto. Lo que los líderes deben hacer es tomar decisiones basadas en lo que creen que es mejor para el interés público”.
En México, empero, hay una reticencia a la toma de decisiones, a las puesta en marcha de nuevas políticas públicas, o a los pactos y acuerdos que hacen avanzar al país. Esto es entendible en la medida en que muchas veces estas iniciativas se confunden y se transforman en autoritarismo. Cierto, es importante crear controles ciudadanos a la toma de decisiones y al poder, pero en nuestro afán de horizontalidad podemos terminar por volvernos inoperantes.