Aún no encuentro cómo entender el por qué los seres humanos hemos desarrollo una capacidad de buscar posibilidades para la autodestrucción.
Entre dosis de “greenwashing”, que van desde huertos en casa, el reciclaje o hasta las bolsas de tela para el súper, vamos sorteando los costos sin beneficio de grandes proyectos públicos y privados, que por su magnitud, han impactado gravemente al medio ambiente.
Quedar impávidos parece la única alternativa ante la ausencia de responsabilidad de las autoridades o la ignorancia voluntaria, e involuntaria, que nos convierte en cómplices.
Pero ¿por qué este tipo de delincuencia no es evidencia suficiente para cambiar políticas públicas, tomar decisiones asertivas o incentivar programas de capacitación para el cuidado del medio ambiente?
Porque asumimos, probablemente, que nuestra supervivencia está asegurada y no hemos vinculado esta impunidad con nuestra calidad de vida.
Diversos estudios en el mundo han comprobado que nosotros somos parte de las condiciones medioambientales y que nuestro comportamiento está en gran medida determinado por éstas.
Aunque se han tomado algunas medidas necesarias el caso de la contaminación por petróleo del Río San Juan, en Cadereyta, Nuevo León, nos está dejando lecciones sobre la irresponsabilidad para tomar acciones concretas de reacción y de prevención.
Las imágenes que circulan por Internet expresan la tragedia ecológica de la que hoy no se puede precisar su origen, ni su impacto.
De acuerdo con el biólogo Antonio Hernández, en su columna de un periódico local, afirma que “es real que no tenemos la capacidad de guardar la integridad de los ríos ante amenazas como la contaminación vigente en el San Juan. De ser cierta la afirmación de PEMEX, donde dice que una toma clandestina fue la causante de la tragedia, la delincuencia, además de ser fuente de violencia horrible y sin freno, ahora también es generadora de la depredación en la biodiversidad”.
Aunque el ecocidio no ha sido incluido como un crimen contra la paz o la humanidad, es importante entender que mientras vulneramos nuestros ecosistemas, esto también afecta a la vida colectiva de las personas una vez que implica procesos desconocidos de supervivencia.
Porque como diría mi madre, también bióloga, la tierra tiene sus propios mecanismos para reacomodarse a su evolución, pero nosotros somos los que todavía no descubrimos la adaptación, ante bruscas alteraciones que no están permitiendo esa calidad de vida que buscamos como seres racionales.
Al final, la relación de cómo un ecocidio genera violencia está relacionado con eso, ya lo expresó Hernández.
Alguna vez estando involucrada en un movimiento para la defensa de un manantial de agua sobre el que iban –al final lo hicieron- a construir una gasolinera, conocí a un señor de edad avanzada que apenas si había terminado la primaria. “¿Usted por qué está aquí?”, le pregunté intentando obtener otro tipo de argumentaciones.
“Sencillo, si te doy de beber un vaso de agua con gasolina, ¿te lo tomas?”…
Bueno, cómo puedes notar, el sentido común es el menos común de los sentidos. Porque al final de cuentas la ciencia y éste llegan al mismo punto del camino.
El reto, además, de exigir una investigación y medidas para atender la emergencia medioambiental del Río San Juan, es también comprender, analizar, reflexionar y actuar para que esto no nos tome “por sorpresa”.
México no tiene tipificado el ecocidio.
Ya lo escribía hace un año Claudio Lomnitz: “El combate al ecocidio necesita poder perseguir a actores poderosos –compañías trasnacionales, gobiernos nacionales y locales-.
“Sólo la tipificación del ecocidio como crimen puede hacer frente a prácticas destructivas de esa escala”…
Si de momento quieres hacer algo más que estar leyendo esto, la Universidad de Monterrey (UDEM) está recolectando garrafones de agua de 4, 5 o 6 litros, en la entrada principal de su Campus hasta el 6 de septiembre.