El socialismo del siglo 21, como se le conoce a la serie de medidas económicas que ha implementado el gobierno en Venezuela por casi dos décadas, ha tocado un nuevo fondo.
Preocupado por la inflación, que según algunas estimaciones ronda el 300 por ciento anual, Nicolás Maduro anunció la semana pasada lo que considera la solución óptima al problema: ignorar todo el conocimiento económico acumulado hasta hoy y simplemente decretar el alza de precios como ilegal.
El mandatario explicó, con aire triunfante, que pondría un tope legal a los porcentajes que los comerciantes pueden ganar, extendiendo así la costumbre chavista de tratar como delincuentes a quienes dan empleo.
La afirmación parte de un profundo analfabetismo económico, del cual muchos en nuestro país también son culpables. Sin importar lo mucho que el gobierno intervenga en los precios de los productos, mientras el Banco Central siga imprimiendo dinero por doquier, la inflación jamás se detendrá.
En ese contexto, se vivió por unos días en Venezuela lo más comparable a nuestro “buen fin”, con precios nunca antes vistos de electrodomésticos y demás bienes “de lujo”.
Pero lo único que perdurará tras el júbilo de comprar a precios “regalados”, será el desincentivo de producir e importar bienes de consumo.
¿Quién, en su sana mente, estaría dispuesto a trabajar y arriesgar su dinero si un tipo sentado en un palacio puede decretar el día de mañana que ganas “demasiado”?
Más allá, imaginemos que por un amor irracional a la patria, algún productor esté dispuesto a aceptar las condiciones de Maduro, ¿cómo pretende el mandatario y su equipo económico calcular una ganancia “justa”?
¿El padre que mantiene a una familia ganará más que su hijo soltero? Y si su hijo tiene planes de casarse, ¿entonces le pueden hacer alguna consideración especial? ¿El dueño que trabaja 12 horas al día ganará más que quien solamente se aparece una vez a la semana? ¿Qué tasa será la “justa” para una empresa que genera cientos de empleos?
No son preguntas triviales. El experimento se ha hecho en incontables ocasiones y termina siempre en los mismos horrendos resultados: una economía profundamente disfuncional, que hace a todos pobres, sin importar el talento, esfuerzo o capacidad de cada uno.
La ceguera, o de plano hipocresía, que caracteriza a los gobernantes autoritarios, ha llevado a que Maduro intente disfrazar a su más reciente fracaso como un plan del gobierno estadounidense para colapsar a su economía.
La realidad es que si uno quisiera ver a la economía del país sudamericano en ruinas, su mejor aliado está en el Palacio de Miraflores en Caracas. Y mejor aún, gracias a la Ley Habilitante, estará gobernando el próximo año sin Congreso que lo detenga.
Los “imperialistas” en Washington deben estar sonriendo.