Con mayúsculas y minúsculas tenía que escribir este título. No podía ser de otra forma después de observar algunos de los comportamientos que son poco probables de notar en otras ciudades mexicanas, o de otras partes del mundo, y que giran alrededor del frenesí por tener un auto, por mantener a ese auto y por destinar todos los recursos públicos y privados al que parece es el “pan nuestro de cada día”: tráfico, vialidades, accidentes, autos por aquí y por allá.
De una vez aclaro que no estoy en contra de este invento, pero transmito mi visión de esta obsesión colectiva.
La cultura del “Dios Auto” no es fortuita. Para empezar, en la Zona Metropolitana de Monterrey tenemos uno de los mayores parques vehiculares de México, el cual asciende a casi una persona por vehículo y en el caso particular de San Pedro, hay más automóviles que habitantes. Haga sus propias cuentas: Hay 126 mil autos contra 123 mil habitantes.
De tal forma que eso resulta en un auto y un poco más por pesona, ¿cómo no quejarse del tráfico? Si a los autos que existen hay que sumarles los de “entrada por salida”.
Eso si tomamos en cuenta la cantidad, pero, ¿qué hay de las costumbres?
La mayoría encuentra que el servicio de transporte público no sólo es caro, sino que oferta un servicio ineficiente en cuyas unidades se respira de todo menos comodidad o limpieza.
Eso es justificación única para que en vez de exigirles a los concesionarios, empresarios a la administración pública estatal correspondiente, lo convierten en motivo suficiente para no usarlo y preferir trasladarse en auto.
En algunas ciudades del mundo, como Vancouver, por ejemplo, la cantidad de autos no representaría un problema, como tampoco el hecho de que el transporte público no es barato.
Sin embargo, cobrar en estacionamientos, o tener parquímetros, induce a que se use el auto sólo en casos necesarios y eso fue lo que establecieron.
Esta acción pública tiene un argumento importante, algo que se debe tomar en cuenta, tal como dicen los economistas, son las externalidades negativas que se derivan de tal uso excesivo.
Es decir, un gobierno flexible ante esto, terminará destinando sus recursos para resolver problemas tan graves ligados a la contaminación de los vehículos, como las enfermedades cardiorespiratorias.
Otro punto a considerar es el clima del que nos quejamos a diario. Claro, en Monterrey el escenario ideal de vida sería cargar con un clima artificial para donde quiera que vayamos, pero como es prácticamente imposible, tenemos que sugerir otras alternativas para sobrevivir a los cambios.
Eso también es justificación para algunos, ¿para qué sudar la “gota gorda” al ir a la tienda de la esquina si bien me puedo subir al auto y prender el clima? No estoy asegurando que todos lo hagamos, pero sí conozco casos de gente que se mueve en auto hasta para ir con el vecino.
Algunos también piensan que el auto es más seguro que cualquier otro medio de transporte. Bueno, las estadísticas no mienten y nada más tendríamos que decir que en días que llueve, la ciudad de Monterrey tiene más de 80 accidentes automovilísticos diarios, algunos de ellos mortales. Aquí quienes ganan son las empresas aseguradoras y las grúas.
Para terminar, hombres y mujeres hemos sido presa de la publicidad de la industria automotriz.
La que nos dice qué tan hermosos, o hermosas, somos si cambiamos de carro como “cambiar de pañales”, así no esté al alcance de nuestro bolsillo, pocos son los que corren el riesgo de no estar a la moda o no lucirse en aquella comida en donde alguien anunció “tengo carro nuevo”.
Porque está claro que una ciudad extensa, con ninguna obra de escala humana, sin visión en infraestructura innovadora más que el mal copiado modelo texano, existirán los que defienden a sus autos más que a los árboles, a los animales o a los niños.
No me sorprende entonces que alguna vez un señor me dijo: “los autos tienen derechos”.
Nótese, no los automovilistas, los autos. Bueno, ahora ya sabe por qué esta zona bien podría cambiar su nombre para llamarse El Reino del Dios Auto.