Cuenta Ernest Hemingway que durante el transcurso de su amistad con el escritor Scott Fitzgerald, este le contó una y otra vez la historia de cómo perdió y luego recuperó a su esposa Zelda. Sucedió poco después de la gran guerra en el puerto mediterráneo de San Rafael, donde Fitzgerald comenzaba a trabajar en lo que se convertiría en “El Gran Gatsby”. Como toda historia de desamor, la suya incluía a otro hombre, un joven piloto francés de quien Zelda se había enamorado. Durante años Fitzgerald contó la historia de muchas maneras distintas, cada vez cambiando los hechos, las circunstancias y el tono del cuento. El escritor, creyente en el infinito poder de las palabras, convirtió su tragedia en un relato, quizás dándose a sí mismo la falsa tranquilidad de que él mismo era el autor de su propia vida. Pero Hemingway cuenta que aunque la historia fue mejorando en calidad y estilo, nunca fue tan triste como la primera vez que se la contó una tarde lluviosa en un bar de Lyon. La literatura al final de cuentas también sirve como terapia.
Pero si Fitzgerald contó la historia mil veces hasta que se apropió de ella, “El Gran Gatsby” puede ser entendido en el sentido opuesto. El lector tiene que imaginarse al joven Fitzgerald, enamorado de su Zelda, pero al mismo tiempo librando una batalla contra el más grande temor de todo escritor: la página vacía. Fitzgerald se sabe cerca de su obra maestra, la novela perfecta, pero al mismo tiempo va perdiendo a su mujer en los brazos de un piloto (aquí sobra la metáfora, el piloto, el vuelo, la partida). Entre más tiempo pasa escribiendo, más se alejan su mujer y el aviador. ¿Qué hace el autor? Prolonga la ensoñación, se deja llevar por la fantasía y el dolor y en un proceso inverso al que compartiría años después con Hemingway en aquella tarde de lluvia, proyecta un universo alterno y plausible en el que él, el aviador y su Zelda se enfrentan a un futuro trágico. Si años más tarde Fitzgerald deformaría la realidad en un relato, aquí transforma el relato en realidad y plasma la sentencia de su desgracia en una novela que lo volverá inmortal. Fitzgerald transformado en Gatsby, diciéndole a Zelda: mira lo que yo haría por ti si tú me abandonaras. Y peor aún, Fitzgerald le dice a su mujer: mira lo que tú harías.
Así podemos por fin entender al excéntrico Gatsby. Aquel que al igual que Fitzgerald conoció a su amada una mañana soleada en un tren y que también como él, entendió que no podía ofrecerle esa vida que ella necesitaba. Podemos entonces entender a aquel Gatsby que observa la luz verde del otro lado de la bahía mientras construye un imperio en el que pueda imaginársela. Y en un espejo, vemos a Fitzgerald que construye un universo en el que es capaz de perderla. Escribiendo la obra maestra que les permitirá el estilo de vida que ella desea pero que cuyo proceso de concretización amenaza con destruirlos. Siempre al borde de perderla para siempre, de dejarla ir en manos de un hombre alto, fuerte y bien vestido que la espera del otro lado de la bahía, en una mansión o en una avioneta. Todo mientras que la novela que escribe, esa oda de amor a Zelda, puede también significar perderla para siempre.
Pero el juego de espejos le funciona a Fitzgerald, Gatsby nunca tendrá a Daisy, pero sentado en ese café frente a Hemingway, Fitzgerald por su parte le pide que se apuren, en casa lo espera Zelda.