A más de un mes de Ayotzinapa el sistema de corrupción e impunidad que permitieron la tragedia siguen intocados. La indignación crece, pero nada ha cambiado. Ningún rastro de aquel vehemente Gobierno Federal que condujo al país a las reformas y al Pacto por México. ¿Dónde quedó toda esa energía, todo ese ahínco? Ahora que es cuando más lo necesitamos, de aquello no parece haber nada.
El momento ha llegado, México no puede esperar más, una lucha contra la impunidad y la corrupción tiene que ser la prioridad del Estado. Con la misma diligencia que se guió al país hacia el frenesí reformador se debe emprender el camino hacia el Estado de Derecho. Es ahora que los verdaderos líderes prueban su valía, es ahora que se conduce al país a la verdadera y única reforma; aquella que acabe con la impunidad que corroe al país.
Pero el gobierno hiperactivo ha caído en una extraña parsimonia. El presidente tardó diez días en dirigirse a la nación tras lo sucedido en Ayotzinapa y más de un mes después no ha pisado Iguala.
Los estadistas modernos entienden que las crisis hay que enfrentarlas de manera abierta y directa, sin esquivar temas ni temor a enfrentarse a la opinión pública y a los medios. Hace unas décadas se buscaba esconder, enterrar o maquillar los errores de los gobernantes; hoy en día la mejor manera de resolver una pifia es asumiendo responsabilidad y enfrentado la crisis.
Es la única forma de mantener la legitimidad en una circunstancia que por su naturaleza la cuestiona.
Por ello es difícil entender porque la Federación ha estado tan ausente de esta tragedia. No desde un punto de vista humanitario -ese raras veces permea en nuestra élite política- sino por una cuestión tan banal y pragmática como la auto preservación. Simplemente para garantizar la supervivencia de un gobierno que podría sellar su propia tumba si no reacciona de manera inteligente y veloz.
Si bien el gobierno ha mostrado incapacidad y poca preparación ante la crisis, también ha estado presente esa forma arcaica de entender la política que subsiste en nuestros gobernantes. Aquella visión de una política lejana, curtida en secretismo, dónde el resguardo es mejor que la transparencia.
Durante décadas, los tres órganos del poder utilizaron la corrupción para controlar al país, hoy, las cosas se han invertido y los niveles de corrupción son tan grandes que han debilitado el control del Estado. Decir que nuestras estructuras de poder están infiltradas por el crimen y la corrupción significaría sugerir que los infiltrados y corruptos son la excepción. En México los corruptos están administrando.
Aún en China dónde la corrupción ha sido una parte arraigada de la cultura política las cosas están empezando a cambiar. El presidente Xi Ping emprende en estos momentos una campaña ardua contra la corrupción. El mandatario chino ha entendido que incluso con las altas tasas de crecimiento macroeconómico, su país no podrá ser potencia sino enfrenta la corrupción que alimenta la desigualdad social.
Yo esperaría que a nuestras clases políticas la tragedia de Ayotzinapa los indignara y entristeciera como seres humanos. Pero pedir eso sería ser iluso. Si el pasado es un elemento con el que podemos juzgar, entonces lo mejor que se puede pedir es que reaccionen motivados por el interés propio de salvar su gobierno. Que los pocos que puedan se unan y emprendan una lucha contra la corrupción e impunidad que han generado esta trágica situación de México.