Cuando el 2 de julio del 2012 más de 50 millones de personas acudieron a las urnas para elegir como presidente de la república al primer priista del siglo XXI, Enrique Peña Nieto, lo hicieron bajo la premisa de que, si algo sabía hacer bien el PRI, era por lo menos organizar todo lo organizado. En otras palabras, administrar el desmadre nacional.
La agenda sociopolítica estaba encabezada por el peor de los males que una sociedad puede tener, y ese es, el fenómeno de la inseguridad. Felipe Calderón decidió declarar la guerra al crimen organizado trasnacional, de manera frontal, es decir, fuego contra fuego. Y el resultado de eso fue más de cien mil muertos y más de quince mil desaparecidos. Encima de eso, el calderonismo eligió una estrategia de favoritismo de entre las más grandes organizaciones de trasiego de drogas. Yo no creo, a quienes aseguran que Calderón y su equipo escogió a Joaquín “El Chapo” Guzmán para administrar un mal que hasta hoy no tiene cura, pero el cual se puede tratar. Pero lo que sí creo, es que los caminos de “El Chapo”, ahora preso en una cárcel de máxima seguridad en la ciudad de Nueva York y Calderón, se cruzaron. Si algo hemos aprendido de estos dos hombres de fama es que han sido, han pecado, de necios y de soberbios. Es por ello que, a finales del año 2012, este autor y este periódico lograron un análisis que anticipaba el resultado real, es decir, a nivel de campo, que habría tenido la estrategia de Calderón.
Si bien logró descabezar a las organizaciones criminales del noroeste del país, y le empujó el último clavo a la tradicional organización de los hermanos Arellano Félix, los golpes que pretendían hacer ver que el gobierno federal tenía como objetivo prioritario la Federación de Sinaloa, fueron golpes mal calculados que terminaron debilitando la figura de liderazgo de Joaquín Guzmán Loera. Y que una vez que el oeste del país se libró de la amenaza inminente de cárteles como del Golfo y los Zetas – el abatimiento de El Lazca en 2012, de Tony Tormenta en 2010 y la aprehensión de “El Coss en 2012– Calderón realizó dos movimientos poco estratégicos. Y eso fue, enemistar a la facción de la FDS más moderna, más agresiva y con mayor visión de negocio, siendo estos el Cártel del Milenio y de La Resistencia, históricamente habían estado bajo la tutela de Ignacio Coronel.
La captura de El Lobo en 2009 y de El Molca en 2012, dejó como herencia una organización que intentó dar solución a la amenaza brutal que representaban los Zetas, pero que a la vez se retrajeron a una zona geográfica delimitada que era tradicionalmente una zona neutral en los últimos años; Jalisco, Nayarit y Colima. Ese paraíso tuvo desde el último año de Calderón, el potencial necesario para convertirse en la zona más sangrienta del país, y los datos de SESNSP ha confirmado que en 2017 es justamente estos tres estados, los más violentos del país.
Y es que, si con Calderón, Guzmán Loera fue el capo del sexenio, el heredero fue El Mencho, el capo del sexenio de Peña Nieto. El problema está en que como debe suceder, con todo personaje la que se le da todo el poder, se ha vuelto ya una situación incontrolable e imposible de heredarle al próximo presidente de la república, sea Meade, Anaya o López Obrador.
Por ello, cuando leo la primera y la segunda parte de la columna de Carlos Puig preguntándose sobre la liberación de Erick Valencia del 85 de Puente Grande, autorizada por José Alberto Rodríguez Calderón, otro ilustre hidalguense, y validada por un juez, en un momento del atardecer del año 2017 y en pleno auge de las candidaturas presidenciales, más allá de las suposiciones de mano negra, se me ocurre que no puede ser más que la manera de neutralizar al Mencho para: o que Peña Nieto cierre con un golpe estratégico al Crimen Organizado y así su candidato – Meade – levante en las encuestas, o de plano porque este personaje jalisciense se ha vuelto un rebelde sin causa y ninguno de los que están en la boleta electoral están dispuestos a tenerlo en su jardín. Al tiempo.