Por más que intentamos hacer la vida cotidiana y distraernos con la primera insignificancia que se nos atraviese… No podemos.
La situación social de México se pone “color de hormiga” y da señales de no saber siquiera por qué ni cómo empezar a reinventarnos una nueva vida en común.
No lo escribo para desahogarme. Es más, creo que de ese lapsus emocional tengo una dosis casi a diario.
Entiendo que no existe botón de pánico alguno que nos solucione rápidamente los problemas.
El mentado “sistema” al que todos apelan, no se hizo ni solo ni ayer, lo hicimos desde hace años y a menos que nos vayamos a vivir a una montaña, todos somos parte.
También, he aprendido que la confianza ciega y los actos de fe hacen milagros a la hora de sortear los retos enormes de resolver los problemas públicos.
Pero esta sensación esperanzadora es como una ola que una vez que regresa al mar se escapa.
Puede ser muy grande, fuerte, pero termina rompiéndose y haciéndose pequeña. No soy la única.
Hace apenas unos días, a pesar de que no quería poner mi atención en el vestido de cien mil pesos que portó la hija de la esposa del presidente (vaya oración tan larga que no existiría si se limitaran las visitas oficiales a ser oficiales, valga el pleonasmo), lo hice.
El vestido pasó varias veces en mi cabeza. La primera cuando pensaba –a propósito de la columna pasada- en esas familias cuyo patrimonio de una casita en la periferia que terminará por abandonar cuesta el valor de ese vestido y probablemente 35 por ciento más.
La segunda, cuando estuve empacando algunas de mis prendas para dárselas a una joven que las necesita y pensaba en lo importante que es para las jóvenes sentirse con oportunidades de elegir qué ponerse, pero la desigualdad no las deja.
Lo que le di apenas alcanza el 2 por ciento del valor total del vestido. La tercera, cuando al salir de casa un señor se acercó a ofrecernos su trabajo como boleador de zapatos, “lavando carros ya no me alcanza”.
Haciendo cuentas, si repartimos lo que cuesta el vestido en meses y se lo pudiéramos dar a cambio de trabajo, él tendría 8 mil pesos mensuales como ingresos.
Sé que en esas ocasiones no se puede ir de otra forma que no sea como dicta el protocolo. Pero, en ninguna parte del protocolo viene aparentar lo que el país no es en este momento.
Ese “paraíso de lujos” no somos nosotros. No lo dicen las redes o las fobias políticas, si observamos esas historias, sabremos que lo está gritando la realidad de la mayoría de los mexicanos. Entonces, algo tan superficial como un vestido, se convierte en insulto.
Cada quien sus gustos, cada quien sus lujos. Tampoco esto se trata de austeridad, pero sí de sensibilidad en tanto se trata de personas que representan a lo público y, por tanto, el dinero de lo público.
Simplemente, tener consideración de un país donde hay problemas muy serios que, por si todos los asesores no se han dado cuenta, están causando estragos en la actitud emocional de la población, que por más que no quisiera ni fijarse en eso, terminarán hartos.
Porque ni mirando las fotos de las revistas del corazón, se quitarán la resignación y el desconsuelo.
Debemos entender la radiografía que representa la reacción ante el vestido. Que, al menos a mí, me hizo recordar este cuento: Érase una vez un rey que se preocupaba mucho por su vestuario.
Un día escuchó a dos charlatanes que le prometieron fabricar la tela más suave y delicada que hubiera podido imaginar.
Esta prenda tenía algo especial: era invisible para cualquiera incapaz para el cargo de rey. Obviamente, nadie dijo ver la prenda.
Toda la ciudad se convenció de eso. Entonces, el rey decidió salir con ella. El pueblo lo alabó, hasta que un niño dijo: El rey está desnudo. Y, realmente, lo estaba.