Hace un par de días una amiga preguntaba qué está pasando con las campañas electorales que tal pareciera que no “arrancan” o están “desangeladas”.
La primera palabra que se me vino a la mente fue: “desencanto”. Y, cómo no habría estar desencantado al exhibirse con las mismas campañas de la sonrisa falsa y las facciones sobremaquilladas en Photoshop. Para empezar.
Para seguir, esa típica grilla de chismes donde todos se echan en cara sus errores, pero ninguno está dispuesto a denunciarlos.
Como si los tiempos electorales estuvieran hechos para ver desfilar lo peor de los políticos que produjimos como sociedad.
Que si éste robó, que si el otro es cómplice, que era de un partido X pero ya no soy, que si no tienen experiencia… Y así nos vamos con una lista interminable de casos muy similares entre ellos que no se encuentra la diferencia.
Pero es que no se pide mucho como público votante si al menos, hasta en los detalles más sencillos, hubiera creatividad ni iniciativa incluso para presentarnos sus trayectorias profesionales. Pero no. Y aquí el ejemplo del candidato que aparenta estudios que no tiene sale a relucir.
A muchos lo que nos sucede es una suerte de apatía, es decir, de poner la pasión en otro lado que no sea la política.
A esto le denomino el síndrome del desencanto, que en palabras más o menos significa: flojera, cansancio, agotamiento, hartazgo, alguna de esas o todas juntas, no de las campañas tradicionales sino de la política en sí misma.
Porque por más que nos esforzamos por hacernos el “cocowash” de seguir creyendo en la democracia, en las excepciones a la regla y en esa esperanza que muere al último. De plano, hay días en los que no podemos.
Tanto así que le cambiamos de inmediato al anuncio de Youtube con la típica canción adaptada con el nombre del candidato que es pegajosa; se antoja también cerrar las imágenes de las redes sociales en donde los políticos -casi siempre intocables en la realidad- caminan por la calle y reparten abrazos, besos, saludos efusivos a la gente.
Tengo la intuición de que la clase política se da cuenta de este síndrome. Tanto así que ahora, por ejemplo, en Nuevo León, le teme a la campaña digital bien lograda del candidato independiente.
Que no es que sea el mejor, pero en estos tiempos de desencanto nada más elocuente que un discurso que señale con la punta del dedo todo de lo que estamos cansados.
Por otra parte, las generaciones que vienen están ausentes de estas campañas porque dejamos de confiar en exceso.
Y, a pesar de eso, tampoco será suficiente para obligar a nuestros políticos a que mínimo le bajen tres rayitas a su heroísmo del “yofulanodetalcuandogane” para hablar de realidades, retos y proyectos en conjunto.
Pero no. Ellos “todopoderosos” lo harán solos y, si lo hacen solos, ¿para qué ocuparse?
Asimismo, con el síndrome del desencanto, se entienden también las convocatorias para no salir a votar.
Postura asumida por activistas que, principalmente, trabajan por los derechos humanos, como el sacerdote Alejandro Solalinde y el poeta Javier Sicilia.
No es coincidencia que sean estas personas las que estando cerca de la tragedia como de la indolencia humana de quienes ejercen el poder político sepan a la perfección las entrañas de las promesas sin cumplir y, entonces, ¿como para qué?
Tenemos una crisis de la política de la cual, sinceramente, no sé cómo vamos a saldar los costos.
No podemos desatendernos de ella y, a la vez, tenemos que tomar las riendas con este vaivén de escapar.
El proceso de transición hacia otras perspectivas de nuestro involucramiento todavía no llega al ritmo que las necesitamos para gestar una nueva clase política que esté plenamente convencida y consciente de su vocación por lo público.
No quiere decir que todo esté perdido. Esas excepciones tienen que encontrarse en el camino.
Hoy, la faena enorme para México es la de redireccionar el rumbo de la política más que el de las campañas. Y, ahí, se necesitan más ciudadanos que publicistas.