Hombre en el medio
SAN DIEGO – Recuerdo el día que mi cuñado me preguntó si tenía un arma de fuego en casa.
Fue hace 10 años, y yo era columnista y escritor editorial en Dallas. La novena ciudad de la nación puede manifestar idiosincrasias de un pueblo pequeño, y en mi trabajo yo estaba haciendo lo que no hay que hacer en un pueblo: irritar a los poderosos. Después de que altos funcionarios públicos abusaran de su poder en detrimento de inmigrantes mexicanos, critiqué al jefe de policía y al fiscal del distrito.
Ruben NavarreteSAN DIEGO – Recuerdo el día que mi cuñado me preguntó si tenía un arma de fuego en casa.
Fue hace 10 años, y yo era columnista y escritor editorial en Dallas. La novena ciudad de la nación puede manifestar idiosincrasias de un pueblo pequeño, y en mi trabajo yo estaba haciendo lo que no hay que hacer en un pueblo: irritar a los poderosos. Después de que altos funcionarios públicos abusaran de su poder en detrimento de inmigrantes mexicanos, critiqué al jefe de policía y al fiscal del distrito.
Se lo tomaron de manera personal. Más tarde, me enteré de que el fiscal del distrito abrió una investigación sobre mi persona. En aquel momento, me inquietaba que algunos de los individuos sobre los que estaba escribiendo pudieran responder con algo más “personal” que una carta al editor en términos severos.
Ese recuerdo vino a mi mente repentinamente mientras observaba, encandilado, una copia de preestreno de “Ruben Salazar: Man in the Middle”, la última obra del talentoso documentalista, Phillip Rodríguez, quien reside en Los Angeles. El documental saldrá al aire el 29 de abril en las estaciones de PBS de todo el país.
Rodríguez, un narrador mexicano-americano autor de documentales que examinan el voto latino y el mercado hispano, ahora lleva su atención a la significativa vida y misteriosa muerte de uno de los periodistas mexicano-americanos más amados y respetados del siglo XX.
Aunque no lo fue antes de su muerte. Salazar fue respetado, pero no necesariamente amado —no en la comunidad mexicano-americana. Eso es debido a que no era un vocero del movimiento chicano, a cuyos líderes les hubiera gustado poder aprobar las columnas de Salazar antes de su publicación, para asegurarse de que se estaba adhiriendo al guión correcto. Pero eso no iba a ocurrir.
Para el cineasta, la ironía es ineludible.
“El individuo que no está totalmente dedicado, el de afuera, es el que muere y se convierte en símbolo del movimiento Chicago”, me dijo Rodriguez.
“[Rodríguez] era cortés, educado, un veterano, suburbano – todo lo que los latinos eran entonces, y aún lo son. Pero no se ajustaba a las necesidades de los liberales blancos y sus socios menores del movimiento chicano.”
Salazar estaba bastante “en el medio”. Profesionalmente, estaba atrapado entre los poderes que controlaban Los Angeles —es decir, sus medios, sus empresas e instituciones gubernamentales— y una comunidad mexicano-americana desposeída, que estaba llegando a la adultez justo cuando la carrera de Salazar estaba despegando. Personalmente, Salazar era tejano, de El Paso, y se crió viendo a mexicano-americanos en posiciones de poder. Al llegar a Los Angeles, en los años 60, debe haber sentido que estaba volviendo al pasado. Vivió una vida próspera en Orange County, lejos de East Los Angeles, donde encontraba sus historias. Hasta sus amigos —varios de los cuales aparecen en el filme— consideraban que él estaba confuso sobre quién era y dónde encajaba.
Tras una década en Los Angeles Times, como corresponsal interno y extranjero —fue a Vietnam, entrevistó a Robert Kennedy, cubrió las Olimpíadas de 1968 en la Ciudad de México— Salazar renunció para convertirse en director de noticias de KMEX, la mayor estación de noticias en español de Los Angeles. También escribió una columna semanal para Los Angeles Times, donde relató sin temor la experiencia mexicano-americana.
El periodista tuvo un problema con el Departamento de Policía de Los Angeles, después de una serie de críticos artículos sobre los maltratos policiales. Los mandamases del departamento le advirtieron que parara de “incitar a los mexicanos”, insistiendo que la comunidad mexicano-americana de la ciudad no estaba preparada para su tipo de reportajes.
Salazar murió el 29 de agosto de 1970, mientras cubría una manifestación en East Los Angeles. Él y un amigo pensaron que los seguían y se refugiaron en un bar. Un proyectil de gases lacrimógenos disparado por un asistente del sheriff le pegó, dentro del bar. Se dijo que fue una muerte accidental.
Salazar fue anterior a mi época. Pero he pasado los últimos veinticinco años escribiendo para diarios, irritando a la gente, recibiendo amenazas y el rechazo de ciertos sectores de mi comunidad. Mi tocayo era una persona similar a mí.
Por sobre todas las cosas, comprendía la naturaleza de este trabajo. A veces hay que entablar peleas con individuos que te pueden perjudicar, porque sólo los cobardes se meten con los débiles y vulnerables. Los periodistas comprendemos eso. Es el motivo por el que no nos convertimos en políticos.