John Reed

John Reed nació en una casa distinguida, ubicada en la colina más alta y poblada que mira hacia Portland, Oregon. Treinta y tres años después murió en Moscú; está enterrado bajo la muralla del Kremlin. Los biógrafos de nuestro autor dicen que entre estos dos acontecimientos corre una vida difícil de igualar en energía creadora, sed de aventuras y poder para inspirar toda clase de leyendas. Nos cuentan que el paso de Reed por la vida fue breve, alegre y feroz. Su insaciable apetito existencial corrió parejo de una vitalidad inextinguible.

José Garza José Garza Publicado el
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John Reed nació en una casa distinguida, ubicada en la colina más alta y poblada que mira hacia Portland, Oregon. Treinta y tres años después murió en Moscú; está enterrado bajo la muralla del Kremlin. Los biógrafos de nuestro autor dicen que entre estos dos acontecimientos corre una vida difícil de igualar en energía creadora, sed de aventuras y poder para inspirar toda clase de leyendas. Nos cuentan que el paso de Reed por la vida fue breve, alegre y feroz. Su insaciable apetito existencial corrió parejo de una vitalidad inextinguible. Fue muchas cosas: poeta revolucionario en Harvard, “playboy” en el Greenwich Village neoyorquino, amante de las mujeres (y de la vida), corresponsal de guerra durante la campaña de Pancho Villa en México y en los frentes de oriente y occidente durante la Primera Guerra Mundial, propagandista y agitador revolucionario, amigo de Lenin y Trotsky, oficial en el primer gobierno soviético (y su primer “mártir” americano) y santo patrón del Partido Comunista Americano. Todo eso en el espacio de doce años incandescentes. Por cuna y ascendencia parecía mucho más preparado para defender el “status quo” que para atacarlo.

John Reed fue un hombre culto. Optó el grado de doctor en Literatura por  Harvard en 1910, el año en que estalló la Revolución Mexicana. Pero abandonó su boyante mundo para favorecer a los desvalidos a través del periodismo de combate. Fue un Robin Hood del periodismo. Un radical que encontró, en los movimientos revolucionarios inaugurales del siglo XX, el filón para comprometerse por medio del periodismo. La Revolución de México de 1910 y la Revolución de Octubre de 1917 no le volvieron radical: por su radicalismo, esos acontecimientos tienen forma y sentido perpetuo en sus obras clásicas México Insurgente y Diez días que estremecieron al mundo. Si los constitucionalistas mexicanos y los bolcheviques rusos construyeron la historia con sus victorias, Reed la relató en sus crónicas y reportajes, que vienen muy bien releer en este 20 de noviembre.

Precisamente en los momentos de apogeo de aquellas revueltas, en los hitos de esas revoluciones, Reed estuvo allí para tomar nota de primera mano y transmitir los hechos exaltando las causas y con un sentido de epopeya, sin olvidar las dosis de ironía y humor característico del periodismo de guerra de aquellos años. Porque la obra de Reed habrá que ubicarla y entenderla en el contexto de la era de esplendor romántico de los corresponsales de guerra, patriotas antes que periodistas.

En algún momento Reed habría dicho que lo único que intentaba como reportero era interpretar la vida y vivirla –No soy socialista, como tampoco soy episcopal, decía-. Penetró con profundidad en los escenarios y en las relaciones con los protagonistas de las revoluciones a las que asistió. Hizo suyo el trayecto de los otros y eso lo patenta en una primera persona del plural que encontramos tanto en México Insurgente, cuando acompaña por ejemplo a los revolucionarios, como en Diez días que estremecieron al mundo, cuando asiste a una de las asambleas bolcheviques.

Reed vivió y escribió sobre el nacimiento de la certeza (¿o sospecha?) que rigió la historia contemporánea: el socialismo desarrollado. Pero ya no vio las tensiones generadas con los años y el agotamiento de la utopía por el vértigo de la economía mundial. La Revolución Mexicana y la Revolución de Octubre nacieron y murieron con el siglo XX. Una –la soviética– cayó con el muro de Berlín en 1989 y otra –la mexicana– con una derrota electoral durante el año 2000.

John Reed escribió lo que vivió con conciencia histórica. En su relato, lo inmediato trasciende. La noticia como documento, como testimonio, como fuente que el futuro regresará al pasado a través de la historia. México Insurgente y Diez días que estremecieron al mundo son obras de significado tanto inmediato como histórico. En sus dos obras Reed se limitó a registrar los acontecimientos que él vio y vivió personalmente, o que verificó por testimonios fidedignos. En tal contexto, Diez días que estremecieron al mundo mereció en su momento una lectura como instrumento que enaltece una moral política y como propaganda al respecto. El mismo Lenin, en un prefacio para la edición norteamericana, recomienda “con toda el alma” la lectura de esta obra.

Por ese significado inmediato, Diez días que estremecieron al mundo está inscrita como una de las piezas que estimularon la corriente rusófila y la generalización de la utopía en el mundo y para el mundo. Un corriente contrarrestada sin embargo por quienes constataban que aquello era sólo un síntoma del debilitamiento general de la tradición liberal. George Orwell fue uno de ellos a través de un genuino y valiente ejercicio político, intelectual y literario. Sus novelas Rebelión en la granja, de 1945, y 1984, de 1949, corresponden –dentro de la sátira y la fabulación del futuro, respectivamente– a críticas agudas y mordaces sobre los controles autoritarios y totalitarios como lo representaba el régimen soviético.

Más allá de las circunstancias y el clima de bipolaridad de aquellos momentos en torno a la publicación de obras como las de Reed y Orwell, piezas como Diez días que estremecieron al mundo y México Insurgente registran, como advertimos, un significado histórico. El nivel de conocimiento de la información –los sucesos ocurrieron uno o dos años antes de la publicación de los libros (México Insurgente fue publicado en 1914 como registro de hechos acontecidos en 1913; Diez días que estremecieron al mundo apareció en 1919, registrando hechos de 1917)– le permitió a Reed un tratamiento histórico y proporcionar a los materiales esa categoría, no obstante que en sus respectivos momentos –otra vez lo inmediato– envió artículos y crónicas a los diarios para los que colaboraba y que le permitieron asistir (de lo contrario difícilmente hubiera logrado viajar y por tanto escribir sus memorables obras) a las jornadas claves de aquellos movimientos armados en México y Rusia.

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