La ciudad ‘auto’ dependiente
Mi familia insiste que debo comprarme un auto. La razón es sencilla: es más barato tener un auto de un modelo que se pueda sostener -según el bolsillo- que lidiar con el transporte público que es caro e ineficiente, para variar.
No obstante, ante la crisis de contaminación ambiental que vivimos en la Zona Metropolitana de Monterrey, ¿quién va a asumir los otros costos?, ¿esos que no resuelven la vida cotidiana de los traslados ahora, pero sí la calidad de vida y la salud pública del futuro?
Indira KempisMi familia insiste que debo comprarme un auto. La razón es sencilla: es más barato tener un auto de un modelo que se pueda sostener -según el bolsillo- que lidiar con el transporte público que es caro e ineficiente, para variar.
No obstante, ante la crisis de contaminación ambiental que vivimos en la Zona Metropolitana de Monterrey, ¿quién va a asumir los otros costos?, ¿esos que no resuelven la vida cotidiana de los traslados ahora, pero sí la calidad de vida y la salud pública del futuro?
Por eso mismo estoy completamente de acuerdo con los urbanistas, quienes en la agenda internacional están aportando por la reestructuración de la movilidad urbana no sólo para la conectividad, sino para su sustentabilidad y, por ende, menos dependiente del automóvil y toda la infraestructura alrededor de esto.
El caso de Monterrey es abrumador en ese sentido. La ciudad, una mala copia del modelo de planeación urbana texano –aunado con sus casos de corrupción relacionados a las obras públicas-, está cada día padeciendo el colapso de tal dependencia.
Y es que el automóvil, a pesar de que somos una de las ciudades más contaminadas del país de acuerdo al Instituto Mexicano de la Competitividad, se ha convertido en una aparente solución a los problemas.
Por eso mismo es popular exigir más vialidades, más estacionamientos, menos parquímetros, más cajones exclusivos y una lista interminable de infraestructura que sostenga la “enfermedad urbana” en la que ni autoridades ni ciudadanos tienen mayor imaginación para generar otras soluciones –que no son voz de la mayoría, lamentablemente-, que tengan una mayor incidencia en la responsabilidad sobre el territorio que habitamos.
Nuestra dependencia hace que por el automóvil se justifique incluso la violencia o la irracionalidad frente a otras experiencias de cohabitar en el espacio público.
Por ejemplo, coordino un proceso de experimentación en el centro de la ciudad, calle Zarco –Barrio de La Purísima- en donde convertimos cajones de estacionamiento en pequeños parques (parques de bolsillo, por su nombre en español).
La “histeria”, a pesar de ser algo efímero, temporal y haber modificado la reglamentación urbana conforme a Ley, es para sorprenderse.
La oposición, difamación y encono que han causado 18 cajones-parque contra los 7 mil que existen en el área, es de no creerse. Pero tampoco me sorprende.
Sin incentivos económicos y urbanos para dejar la dependencia, tal parece que usar ese espacio para algo que no sea un automóvil pone en jaque el paradigma de nuestra evidente dependencia.
Pero no es el único caso. Ahí tiene el estacionamiento prioritario para el Congreso Local. Que si bien es cierto que su ubicación no es en sí mismo sobre algo que sea un parque en todo el sentido estricto de la palabra, la decisión de este proyecto no es más que un reflejo del clamor social de la dependencia: Autos, mi auto, nuestros autos.
Lo lamentable de esta situación es que pocos estamos creando las condiciones necesarias para que la demanda sea diferente de la tradicional.
Esto es una tarea titánica, no de un gobierno, no de una persona, sino de todo un sistema arcaico basado en el automóvil como esa droga urbana que creemos inocua, pero que entre más la consumamos como alternativa, como política, en forma de infraestructura o como sea, que no nos sorprendan entonces las consecuencias.
Que, para nuestra desavenencia o ignorancia, no son lejanas y poco nos podrán ayudar para romper el ciclo de la “auto” dependencia.