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La comida de la urbe

El tiempo es limitado. La mayoría de las personas que nos ocupamos del trabajo y otros menesteres nos es prácticamente imposible cocinar en casa. 

Es más, para algunos hasta el tiempo destinado para hacerlo es limitado y terminan comiendo “cualquier cosa” llamada “comida rápida”. 

No es casualidad que ante estos vacíos de tiempo que se suman a una industria alimentaria voraz y a la falta de ejercicio en las ciudades, existan problemas severos de salud como la obesidad, la diabetes o las enfermedades cardiorrespiratorias. 

El tiempo es limitado. La mayoría de las personas que nos ocupamos del trabajo y otros menesteres nos es prácticamente imposible cocinar en casa. 

Es más, para algunos hasta el tiempo destinado para hacerlo es limitado y terminan comiendo “cualquier cosa” llamada “comida rápida”. 

No es casualidad que ante estos vacíos de tiempo que se suman a una industria alimentaria voraz y a la falta de ejercicio en las ciudades, existan problemas severos de salud como la obesidad, la diabetes o las enfermedades cardiorrespiratorias. 

Sin tener conciencia de esto, hemos dejado arbitrariamente estas decisiones públicas a autoridades que poca o nula visión tienen sobre la relación de tales problemáticas con el futuro de las urbes. 

En un intento de tomar la iniciativa, diferentes comunidades en el mundo están moviéndose para incidir en programas o legislaciones correspondientes.

Francia es uno de los países que están  haciendo la diferencia con respecto a esto. 

Por ejemplo, incentivan la producción local de alimentos mediante huertos que se hacen en espacios públicos y que, además, son cultivados por la misma comunidad.  

Asimismo, hace algunos meses se gestó una ley que prohíbe el desperdicio de comida tanto de restaurantes como de supermercados. 

A esas medidas se suma una red pública de bicicletas que permite a los habitantes la movilidad no motorizada. 

Sin contar con que Francia es uno de los países de avanzada en donde el espacio público como el transporte público son prioridad. 

Enfocarnos en estos temas como la base de la salud pública deberían replantear nuestra manera de habitar en la ciudad, pero sobre todo, la forma en cómo estamos comiendo. 

Mi abuela decía que “la salud entra por la boca”. Sin duda, entre más profundizo en mis investigaciones encuentro que en la medida que cuidemos lo que estamos consumiendo (que no necesariamente tiene que impulsarse desde una dieta específica en donde cada quien puede tener gustos o preferencias distintas), que nos aseguremos de la calidad de los mismos, que gestemos procesos comunitarios para la producción, la recolección y la cocción de la comida, en esa medida podremos asegurar la salud pública. 

Es ahí en donde el diseño urbano debería ser una de las piezas claves para comenzar a gestar tales iniciativas que aporten a la disminución de enfermedades o de hábitos que son altamente nocivos para la salud propia como del planeta. 

Pero incluso, si lo vemos como una aportación al desarrollo económico de las ciudades, la oferta de servicios formales o informales de comida debería tener los espacios con condiciones mínimas indispensables para que también suceda.

Porque entonces concentraríamos y haríamos de la industria alimentaria y restaurantera una nueva economía solidaria, sustentable y basada en principios éticos que nos generen bienestar, repartiendo los costos entre diferentes actores. 

Sin duda, la comida comienza a ser factor relevante para las urbes. Es en algún símbolo de su identidad, pero más allá del turismo que comienza a generar, hay que pensar en cómo aseguramos su vínculo íntimo con la sustentabilidad. 

Ahí, seguramente, como país y como ciudad tenemos todavía áreas de oportunidad a desarrollar antes de que estas enfermedades sigan poniendo en juego la calidad de vida urbana de los habitantes. 

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