Tengo que dar una conferencia a alumnos universitarios en Cuernavaca.
Decidí titularla: “Cómo transformar a México –sin morir en el intento-“.
Pensé que iba a ser más sencillo poder responder esa pregunta, pero entre más hago un ejercicio de introspección, me siento perdida sin resolver un mensaje que parezca coherente.
¿Será esta realidad que nos abruma? No lo sé.
Me he preguntado también si contagiar esperanza o al menos un gramo de ideas para cambiar al país es una faena propia de nuestra generación.
O quizá una mezcla de ambas cosas.
Me explico.
Aunque nacimos en un mundo de cambios mucho más acelerados que en otras décadas, los escenarios son inciertos.
Por ejemplo, la generación anterior a la nuestra nos convenció de que la educación servía para hacerse un futuro. Hoy, no es así.
Historias de jóvenes se acumulan como muestra de que eso no asegura conseguir empleo, que no es una garantía de contar con el capital para hacer una empresa o que, simplemente, que ni siquiera asegura una “chamba” de los sueños.
Y que, cuando lo logras y eres una de las cifras que aportan a la productividad del país, te topas con la ausencia de respeto a los derechos laborales, la esclavitud de la que se es presa, la competencia desleal, el clásico “el que no tranza no avanza” y una serie de monstruos más.
Hoy, la juventud desconcertada también desconcierta.
Actualmente, no hay análisis de mercado más fascinante que los que investigan los comportamientos de consumo de los jóvenes.
De sus preferencias diversas, su búsqueda constante por lo nuevo, las invenciones tecnológicas, como también su apatía o su superficialidad.
No hace mucho vi en Internet la galería del fotógrafo David Stewart, quien retrata a una juventud cansada. Si la generación anterior vivió pegada al televisor, está demuestra su mayor excitación frente a las nuevas televisiones: el celular, la tableta o la computadora.
Jóvenes cuya expresión facial demuestra todo menos su propia juventud. El artista lo define así:
“Sujetos que no se sienten seguros, que buscan siempre una moda que seguir o no, saber qué hacen los demás, encajar en el molde o desmarcarse, aplastados por el peso de la tecnología que los vuelve antisociales y los obsesiona”.
Entonces, la carga es doble.
Hay que lidiar con las realidades y al mismo tiempo el peso de una autoestima baja que sólo se llena con popularidad, frivolidad, o las tendencias.
Si el mundo actualmente es complejo en sus problemas públicos, si siempre hemos apelado a que la juventud puede ser la fuente que repare los errores anteriores a los anteriores, pero si ésta prácticamente nació cansada, entonces, ¿qué nos asegura nuestra propia vejez? Incertidumbre.
México es un país de jóvenes.
Las estadísticas lo confirman. Pero tampoco lo está reflejando en los temas más importantes que causan nuestros dolores colectivos.
Aunque exista siempre una masa crítica que esté interesada en darse a la tarea de involucrarse en los asuntos públicos, está claro que está es una generación muy distinta a la que estábamos acostumbrados.
Rebeldes, pero pasivos. Conectados, pero desconectados.
Con pocas o nulas esperanzas de futuros, pero siguiendo la tradición de “sacrificarse” por “ser alguien”.
Los que llegan a los 30 años y siguen viviendo en casa de sus padres porque no alcanza o por el miedo a crecer.
Aquellos que primero ponen los ceros del cheque y después preguntan qué van a hacer.
La generación cómoda y la generación incómoda a la par de un país necesitado de cambios, de esa juventud que en años anteriores se cansaba mientras contaba los años, pero que en estas nuevas ya está naciendo cansada.