El Gobierno de Enrique Peña Nieto está enfrentando el momento más crítico en lo que va del sexenio. Tras el vitoreo y triunfalismo de las reformas, la obstinada e incómoda realidad arruina la fiesta. Como en el 94, México despierta del sueño modernizador para encontrarse frente a un espejo que lo revela como es: desigual y corrupto. El rímel se corre con las gotas del agua. Una lluvia que lleva siglos cayendo.
La huelga del Instituto Politécnico Nacional (IPN), el secuestro y asesinato de un diputado en Guadalajara, la matanza de Tlatlaya, y la terrible, escalofriante, desaparición de los estudiantes en Iguala parecen revelar que algo está hirviendo en el México profundo. Un México que la clase política se empeña tanto en esconder que cuando sale a la luz es porque realmente se está volviendo incontenible. El síntoma de que algo muy malo está sucediendo.
Por eso es tan importante que en esta ocasión no erremos el diagnóstico. Por eso deben separarse las causas reales de las sintomáticas. La debilidad del Estado, la narcoviolencia, la infiltración del crimen organizado en la política y el endeble tejido social, todas son causas sintomáticas. Pero el verdadero problema no yace allí, las causas primeras de la crisis mexicana son la corrupción y la impunidad. Solo atacando estas se podrá comenzar a esbozar un resultado positivo en el largo plazo.
Pero el escenario parece remoto. Una lucha frontal contra la corrupción y la impunidad sería inédita en la historia de nuestro país. En México las estrategias suelen ser miopes y resultadistas. Son así, en parte para proteger los círculos de corrupción de los que se benefician, pero en parte, también, por falta de visión y de capacidad.
En el caso de la violencia nos hemos afanado con una estrategia de ir tapando hoyos cada vez que se abren, yendo estado por estado siempre un paso atrás del crimen organizado. México responde tarde y elude a toda costa los trabajos de prevención o de combate a la corrupción institucional. El resultado es que vivimos en un eterno plan de contingencia. Es el caso de Iguala, donde se tenían desde hace mucho reportes de las infiltraciones del narco en el Gobierno local.
De hecho, los casos de Tlatlaya y Ayotzinapa sacan a la luz algo que los miles de migrantes que pasan por nuestro país a diario conocen muy bien: en México los criminales más peligrosos son las mismas autoridades. Son nuestros policías, nuestros militares, nuestros funcionarios, nuestros gobernadores. Mientras este sea el caso no hay esperanza alguna de un futuro mejor. No importa cuántos capos atrapemos, si no tocamos a las autoridades corruptas, estamos jugando a cortarle la cola a la lagartija.
Si el presidente Peña Nieto realmente quiere dejar un legado de transformación positiva, si quiere que sus reformas funcionen y si quiere recuperarse de este terrible golpe, entonces, no tiene opción, deberá emprender una lucha profunda contra la corrupción y la impunidad. Una lucha que debe empezar con una limpia en el gobierno, con los gobernadores, presidentes municipales y funcionarios públicos de todos los niveles.
Si por el contrario se buscan únicamente chivos expiatorios, distractores y capturas espectaculares de capos, volveremos a caer en el círculo vicioso del maquillaje que no transforma nada. La lluvia volverá en forma de tormenta.
La tragedia de Ayotzinapa es inconmensurable; una atrocidad que no saldrá de la memoria colectiva en mucho tiempo. Peña Nieto tiene que entender que no hay opción, que la corrupción y la impunidad no son problemas culturales como él cree. Si Peña Nieto quiere trascender, entonces no hay otra forma, México no puede esperar más.