En junio del 2006 recibí un correo electrónico de K invitándome a unirme a Facebook. No es que mi relación con K fuera muy sana que digamos, pero en ese momento de mi vida K era lo más cercano que tenía a una novia y estaba dispuesto a aceptar lo que fuera si provenía de ella. Yo no lo sabía entonces pero Facebook llevaba dos años de haber sido inventado, y en los próximos ocho años se volvería una parte esencial no solo de mi vida y de la de K sino de la de millones de usuarios.
Pese a nuestra tortuosa relación adolescente, K me había invitado a unirme a esta nueva red por dos razones. K quería vigilarme. Facebook le permitía controlarme sin necesidad de enredarse en mi vida. Pero la razón fundamental era la inversa: Quería que yo la vigilara. K quería que yo viera sus fotos, me enterara de sus viajes, y me pusiera celoso de sus otros hombres. Facebook volvía su vida tan visible como la de cualquier estrella de Hollywood. Nos habíamos vuelto paparazis de nosotros mismos
Pronto Facebook se volvió una cuestión de estatus. La popularidad tan codiciada por los preparatorianos se empezó a medir en número de amigos en Facebook. A partir de allí la vida se volvió indisociable del Facebook. La foto de perfil sustituyó al bote de gel y la crema antiacné. Qué importa que tu cara esté llena de granos si saliste bien en tu foto de perfil.
En sí, Facebook se volvió tan importante que cambio nuestros hábitos y devaluó a la vida diaria, la presencia física: lo que entra en tu muro es lo único que cuenta, lo único que existe. La condena filosófica que resume nuestra época sería: Eres tu Facebook. Si el filósofo empirista Berkeley estuviera vivo corregiría su pensamiento: si no está en Facebook no existe.
No es difícil explicar las razones de este éxito. Algunos estudios han concluido que la mayoría de los usuarios estamos en Facebook para mantener contacto con amistades. No lo creo. Facebook nos vuelve visibles en un mundo donde el anonimato es síntoma de fracaso. Facebook nos permite construir y maquillar nuestra propia historia de éxito. La auto-mercadotecnia. La promoción desenfrenada del éxito-personal. La “red social” es todo lo contrario a su nombre, es el máximo síntoma de la sociedad individualista y voyerista. El ser humano ya no es alma y cuerpo, la nueva humanidad es alma, cuerpo y Facebook. K no deseaba ser un contacto, buscaba ser una presencia.
Facebook es un ejercicio de aspiración. Nuestro perfil ha sustituido a la personalidad. Editar tu perfil es buscar mostrarte exitoso o distinto. Si en la adolescencia una foto con mujeres guapas se volvía la mejor manera de la mercadotecnia, ahora abundan en mi “timeline” fotos de trajeados con celebridades y políticos. Facebook no muestra quiénes somos, sino quiénes queremos ser.
Hoy en día el crecimiento de usuarios en Facebook se ha alentado. Ciertamente Facebook ha dejado de ser cool, pero esto no debe preocupar a sus creadores. Al revés, Facebook se ha asentado en la sociedad, ha logrado traspasar la efímera condena de la moda, Facebook ya no es cool porque ahora es necesario, imprescindible.
A ocho años de distancia y diez de su creación, me pregunto qué hubiera pasado si hubiéramos utilizado todo ese tiempo de Facebook en alguna otra actividad. Sospecho que si Mark Zuckerberg hubiera tenido Facebook no hubiera creado Facebook. No porque ya existía sino porque hubiera perdido demasiado tiempo revisando las fotos de alguien más.
A todo esto, K y yo ya no nos hablamos. Entre aquel día de 2006 y hoy han pasado miles de “likes”, fotos, “relationships” y eventos en mi “timeline.” De lo nuestro ya no queda nada, pero sé que se hizo un piercing en la ceja y que ayer operaron a su perro Niki. Es que seguimos siendo amigos en Facebook. ¿Alguien recuerda cómo era la vida antes de Facebook?