La vida no gira solo en torno a nosotros

Dije algo escandaloso —supongo, porque, cuando lo dije, varios estudiantes lanzaron ahogados gritos de asombro o sacudieron sus cabezas. 

Lo que me sorprendió —y quizás lo sorprenda a Ud.— es que lo que los muchachos consideraron controvertido, para mí es de sentido común. 

Rubén Navarrete Rubén Navarrete Publicado el
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Dije algo escandaloso —supongo, porque, cuando lo dije, varios estudiantes lanzaron ahogados gritos de asombro o sacudieron sus cabezas. 

Lo que me sorprendió —y quizás lo sorprenda a Ud.— es que lo que los muchachos consideraron controvertido, para mí es de sentido común. 

He aquí lo que ocurrió. Me habían pedido que hablara sobre el gobierno y los medios. Pero como ambas instituciones están en mal estado —es decir, los políticos compiten para ver quién es moralmente superior, mientras los así llamados periodistas persiguen, en realidad, objetivos partidistas— el tema me aburrió. 

Por ese motivo pasé a lo que realmente me interesa en este momento —cuestiones más importantes sobre la forma en que los seres humanos se relacionan unos con los otros. Me intrigan los instintos y las idiosincrasias de esta última generación de jóvenes estadounidenses, la así llamada Generación del Milenio, y cuál es el reto, para los padres, de criar niños (en mi caso, de 8, 6 y 4 años) en un ambiente donde los mensajes que les llegan a diario parecen ser los opuestos de las lecciones y los valores que estamos intentando enseñarles. 

En mi caso,” expresé a los estudiantes, “Estoy tratando de enseñar a mi hija de 8 años, que ella no es especial, que ella no es el centro del universo y que el mundo no gira en torno a ella.”

¡Bam! Eso fue lo que causó asombro. Un joven exclamó “¡Pa!”. Otros parecieron consternados. Parecieron preguntarse, “¿Por qué enseñaría un padre a sus hijos que no son especiales?”

Porque no lo son. Tenemos toda una generación, y ahora quizás sean dos generaciones, de jóvenes estadounidenses que han sido criados para adorar la santa trinidad de Yo, Mí y Yo mismo. Muéstrenme un joven de 18 años en Estados Unidos y —en la mayor parte de los casos— les enseñaré una persona pagada de sí misma. 

Echen la culpa a los padres. Se les ha dicho a estos muchachos que son especiales, incluso desde antes de que pudieran hablar, cuando se los transportaba en furgonetas que ostentaban brillantes carteles amarillos con la frase: “Cuidado —Bebé a bordo.”

Y la industria del juguete. En la actualidad, los niños tienen muñecas fabricadas específicamente para que se parezcan a ellos. Espeluznante. 

Y las escuelas públicas. En la escuela elemental, se les ha ahorrado a estos niños la humillación de que sus deberes sean corregidos en tinta roja, porque los educadores decidieron que el color es demasiado opresivo. 

Y la obsesión de nuestra sociedad con la autoestima. Para el momento en que nuestros niños llegaron a la escuela media, se dieron cuenta de que no importaba quién era el primero, porque a todos les darían un trofeo. 

Y debemos echar la culpa a la industria del espectáculo. Cuando estos niños estaban en la secundaria, quedaban pegados a programas realidad como “American Idol”, “The Voice” y “The X Factor”, en que jóvenes excesivamente seguros de sí mismos, que no pueden cantar, no dejan que los afecten las críticas de los jueces, en busca de la droga favorita de esta generación: la fama. 

Y la tecnología. Para el momento en que ingresaron a la universidad, estos jóvenes habían pasado miles de horas en medios sociales populares como Facebook y Twitter, donde todo el mundo puede ser un cronista de los hechos y se valora la opinión de todo el mundo de igual manera. 

Y, finalmente, debemos echar la culpa a la cultura de narcisismo de nuestra sociedad, donde todo el mundo, desde actores a maestros, a pícaros congresistas, presentan “selfies” —fotos tontas e indulgentes de un mismo, que sirven como autorretratos digitales instantáneos.

Miren en derredor, dije a los estudiantes. Todo gira en torno a nosotros. Vivimos en una sociedad donde hay infinitas maneras de pedir una taza de café, una hamburguesa o un sándwich. Todo se hace a medida, para satisfacer nuestros gustos. Todo porque, supuestamente, somos especiales y singulares, y las empresas que nos venden las cosas nunca pierden la oportunidad de hacernos sentir especiales y singulares, para que compremos más cosas. 

Mi hija de 8 años escucha esos mensajes todos los días. Por lo que no es de sorprender —mientras contempla el próximo juguete que debe absolutamente tener para ser feliz— que esté convencida de que ella tiene derecho a tenerlo, porque es el centro del universo.

Tengo que enseñarle lo opuesto, dije. Porque si no lo hago, algún día, cuando sea mayor, un mundo frío y despiadado lo hará. Y no con amor y compasión. 

Fue entonces cuando llegó el aplauso. 

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