Las familias

El retrato de la mía se acabó pronto. Un día mis padres reconocieron que era mejor la vida uno sin el otro. Mi padre antes de irse me lo dijo con claridad: “sólo son tú y tu mamá”. Y, efectivamente, lo somos.

A partir de ahí mi mamá comenzó a decirme que nuestra familia es “monoparental” (monomarental), ¿eso cómo se come? Fácil, que sólo hay uno de los padres en casa.

Indira Kempis Indira Kempis Publicado el
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El retrato de la mía se acabó pronto. Un día mis padres reconocieron que era mejor la vida uno sin el otro. Mi padre antes de irse me lo dijo con claridad: “sólo son tú y tu mamá”. Y, efectivamente, lo somos.

A partir de ahí mi mamá comenzó a decirme que nuestra familia es “monoparental” (monomarental), ¿eso cómo se come? Fácil, que sólo hay uno de los padres en casa.

Hablar de esta realidad familiar ahora es muy común. Más en las ciudades. Pero en la vida tradicional que socialmente por costumbre tienen los lugares pequeños y en aquellos años, esto era todavía motivo de escándalo.

¿Cómo puede crecer un niño sin una figura paterna?, ¿y, si se vuelve drogadicta o alcohólica?, ¿si se pone “rebelde”?, ¿si?… Esas preguntas le decían a mi madre con insistencia de que hiciera algo por mí porque se supone que emocionalmente eso afecta negativamente.

Pero yo no recuerdo sentirme mal por eso. Es más, en mi memoria está esa sensación de liberación y bienestar de vivir sólo con mi mamá.

Lo que sí me hacía preguntarme o blindarme de las personas era la forma en como me trataban a mí y a otros niños en la misma situación.

Como si fuéramos raros o necesitáramos de excesiva atención. También los actos de violencia pasiva al insinuar que terminaríamos siendo personas “desadaptadas” o “anormales”. “Es que no tiene papá”, escuchaba decir a algunos adultos en mi crecimiento. Es duro. Mi madre se encargó que no lo fuese tanto, pero en el fondo lo era.

Contra todas las predicciones escribo esta columna pensando en que si eso sucede en un entorno donde se comprende y acepta la heterosexualidad, qué no podemos esperar a la hora de poner sobre la mesa más posibilidades de lo que significa el entorno familiar.

Es ahí donde me pregunto si tantos prejuicios, religiones, formas de ver la vida, valen la pena como para destinar a otro tipo de familias al fracaso total o la perdición emocional.

Tenemos que desgastarnos tanto como para seguir pensando que la familia tradicional funciona como nos la enseñaron (o quizá, como en el ideal la mayoría quisiera que fuera sin que eso esté aproximado a la realidad).

No encuentro argumento alguno para oponerse a que la gente siga con libre albedrío lo que realmente quiere entender como familia. Lo que las hace profundamente feliz.

El exceso de juicio inhibe nuestra capacidad de asimilar que los cambios son evidentes. La sociedad no es la misma y, ¡qué bueno! Si el marco jurídico tiene que cambiar con eso no es entonces una cuestión de preferencias sino de que el Estado provea herramientas legales necesarias que van de la mano con las necesidades existenciales de una sociedad.

Así, quien se quiera casar que se case (quien no, no). Quien desee adoptar que adopte (quien no, no) y que se tengan estas regulaciones para que el Estado pueda intervenir en lo que sólo al Estado le confiere.

Que esto nada tiene que ver con la postura que cada quien tenga sobre su propia concepción de familia. Es obligación del Estado hacerlo en el sentido de la igualdad que buscamos de la democracia.

Crecí. No fui el “monstruo” que algunos miembros de una sociedad tradicional pensaron que sería.
Mi madre no se convirtió en el imaginario de la mujer “sola con una hija”.

Si hablamos de otras familias de parejas del mismo sexo, madres que adoptan hijos, padres que adoptan hijos, abuelos que viven con sus nietos, las de “los tuyos, los míos y los nuestros” y una gama enorme de diversidad… Insisto, ¿cuál es el problema?

Si para nosotros, los de la familia no tradicional, pero funcional –que es distinto- el retrato familiar está completo. Muy completo.

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