“No tengo auto”. Me he percatado que cada vez que digo esto hay más de una persona a la que se le dilatan las pupilas. He escuchado a decenas responderme: “Pero, ¿cómo puedes sobrevivir sin auto”.
Ahí no queda. “Soy ciclista urbana”, “¿suicida urbana?”, alguna vez un amigo me contestó eso… Es más, “camino por la ciudad”, “¿caminas, con este clima?”, “Sí, también mis amigos han aprendido a compartir sus autos conmigo y utilizo el transporte público”, tampoco me importa que piensen que estoy “jodida” porque no puedo ni quiero pagar uno.
Así he sobrevivido porque, efectivamente, ha sido un acto no sólo de rebeldía sino de supervivencia.
Entiendo por qué causa tanta polémica mi modo de moverme en Monterrey o en las diversas ciudades en las que he vivido en el mundo. Como todo tiene un por qué, comenzaré por explicarte que nuestra pobreza en mi infancia no permitió que tuviéramos un auto. En los tiempos del proteccionismo representaba un lujo sin “pagos chiquitos” que pocos podían darse. Además, vivíamos en un lugar tan pequeño que podíamos hacer uso de otros medios de transporte.
Pero lo que más recuerdo son las palabras sabias de mi padre (otro que a sus más de 50 años sigue sin tener un auto a pesar de que las condiciones para adquirirlos hayan cambiado en casa y en el país). “No tienes auto, pero tienes pies”, decía sonriendo. Mi madre (otra que a sus más de 50… La misma historia) cuando llegaba a casa le escuchaba decir “¡qué bonitos pies!”, señal de que agradecía haber llegado. Así que entendí que mis pies eran mi primer medio de transporte.
Cuando crecí tuve que mudarme a ciudades más grandes. Caminando me percaté que el uso excesivo del auto estaba creando un gran estacionamiento llamado “tráfico”, que el transporte público carece de eficiencia, limpieza y puntualidad, que cada vez hay más gente que padece sobrepeso y enfermedades de las vías respiratorias y que un día tuve que ir a dar al hospital porque caí en el “hoyo” de una banqueta.
Puedo afirmar que he aprendido a ser una peatona respetuosa de las señales viales. Precisamente, porque los automovilistas suelen justificar los accidentes con el argumento clásico de no ser visibles para ellos. Lamentablemente, como peatones, ir esquivando los obstáculos en calles que dan prioridad al automóvil ha hecho que algunos “corran por sus vidas”.
Tiempo después, cuando comencé a involucrarme en temas sobre pacificación de entornos, leí el libro “Criminología Ambiental”, elaborado por dos reconocidos españoles. Ellos explican que la infraestructura urbana incide en el comportamiento violento. De tal forma, que no es extraño salir de casa y que nuestra primera vivencia violenta sea en el tráfico.
De ahí que diversos programas públicos y proyectos privados se han concentrado en humanizar la infraestructura urbana. La teoría de las ventanas rotas también arroja información, cuando ha comprobado que mientras más “ojos en la calle” existan, menor será la incidencia delictiva. El contacto humano no debe ser fracturado en el espacio, por tanto, hay que incentivar la escala humana de la ciudad como estrategia de la seguridad.
Comprendo que esta transformación es díficil. Aunque tiene lógica parece imposible ir contra nuestra cultura vial, o el sistema económico que gira alrededor del auto. Pero el mundo está cambiando. Mientras escribo, ciudades como Medellín, Buenos Aires y el Distrito Federal están replanteando su movilidad urbana. En ellas ha sido posible implementar algunos mecanismos legales y de infraestructura que dan prioridad a las personas con discapacidad, a los peatones, ciclistas urbanos y usuarios del transporte público.
La ciudad del futuro tiene que replantearse en su presente si está dispuesta a pagar los costos de su violencia, a partir de la relación que existe entre ésta con su infraestructura. Porque los autos se hicieron para mover gente y no para ocupar nuestros espacios públicos. Y si es, o no es cierto, camina un día por la ciudad para darte cuenta que estás rodeado de autos, no de personas.