Y pasó lo que tenía que pasar.
Llego el primero de julio y millones de personas ejercieron su derecho a votar libre y secretamente. En realidad no era muy secreto por quién la mayoría de la gente se inclinaba a votar. Pero en cualquier caso, lo que si sorprendió fue la manera tan determinante y decidida con la que la gente votó. Contundente y también congruente fue el voto de la mayoría de los mexicanos. Porque, no sólo el pueblo decidió votar por Andrés Manuel López Obrador para presidente, sino que aunado a eso, votaron por lo que éste representa en cada uno de los representantes de su movimiento que contendieron por alguna gubernatura, alcaldía, diputación o senaduría.
En ese sentido, las portadas y encabezados del noventa porciento de los medios de comunicación lo resume todo.
¡Arrasó! se leía en la prensa. Y si, arrasó, destrozó y acabó con todo lo que hediera a status quo, stablishment o viejo sistema político. Pero ahora, con mayoría en el congreso y a unos días de ser declarado formalmente presidente electo, la travesía apenas comienza. Ahora sí, no más mítines, no más campaña; llegó la hora de ponerse manos a la obra y de empezar a chambear por todo aquello que el presidente López Obrador le vendió a la gente y le compraron hasta de más.
Por eso, creo que es vital para el país, que AMLO lidie con éxito con algo que está viviendo y que la mayoría de la gente no tiene cuenta. Se trata de ese síndrome de espasmo emocional o shock ante lo que ha conseguido. A lo mejor todavía no se la cree, a lo mejor son sentimientos encontrados, lo cual es valido. Porque si usted lo piensa bien, el próximo presidente de la República lleva buscando, peleando y sufriendo el anhelo de portar la banda presidencial desde el día que lo vio viable, y eso fue en el año 2000 cuando se convirtió en Jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Luego llegó la madre de todos lo corajes, el resultado-que seamos sinceros, fue un fraude- de las elecciones de 2006 y después el sentimiento de que nunca sería presidente.
Y aunque, desde la mitad del sexenio del presidente Peña Nieto, los números le favorecían, no pudo haber sido antes del domingo que salió el consejero presidente del INE a darle la mayoría que se la empezó creer. Digo empezó, porque al termino de la reunión que sostuvo con el Peña Nieto, recalcó en varias ocasiones que lo que de verdad lo validaría es el fallo del tribunal, lo cual técnicamente es cierto, pero lo cierto es que su victoria es incuestionable e inamovible.
López Obrador tiene ahora la responsabilidad moral e institucional de cambiarse el chip. Dejar las teorías de conspiración atrás, la retórica de campaña y ponerse la camiseta de presidente. No debe ser fácil, luchar tantos años y de pronto cambiar todo tu leguaje, incluso tendrá si o si, por respeto a la institución de la presidencia de República que acatar protocolos “fifís” pero que en realidad nos representan a todos. Es el precio de querer ser presidente y conseguirlo.
No habrá más culpas que las de él. No habrá más mafias, más que las que él permita. De pronto, el sistema lo es él.
Por eso, con el éxito y la confianza de todos, tiene que empezar a trabajar en ese concepto siempre riesgoso denominado reconciliación. El inicio ha sido bueno, pero ahora tiene que terminarlo. En este cuatro de julio, y en palabras de uno de los grandes de la historia, Abraham Lincoln cerró su último discurso antes de ser asesinado hablando sobre la reconciliación: “Sin malicia para nadie, con bondad y caridad para todos, con firmeza por el camino del bien y lo correcto, dejémonos triunfar en este esfuerzo por concretar la labor en la que nos hemos embarcado”.
Al tiempo.