Existe una retórica cínica y masoquista que impera en una buena parte de la opinión pública en México. Una línea discursiva que borda en el autosabotaje y que está presente en todas las vertientes políticas e ideológicas de nuestro espacio público.
El complejo de inferioridad que nos hace voltear esa mirada burlona hacía el suelo cada vez que el país intenta dar un paso hacía el futuro.
La autoflagelación de desvalorar lo mexicano, de llamarlo peyorativamente “Región 4” o voltear obstinadamente hacia Estados Unidos y lamentarnos de no poder ser más como ellos.
Traducido al mundo de las Relaciones Internacionales nuestros complejos se han manifestado en una política exterior insustancial. Mientras que muchas sociedades muy parecidas a la nuestra celebran la incursión de sus países en el liderazgo internacional, nosotros nos mofamos y cuestionamos la validez internacional de nuestro país por sus problemas internos.
Durante décadas México práctico una diplomacia de ausencia. Fuimos una presencia internacional políticamente correcta pero intrascendente.
En los temas importantes del mundo México siempre estuvo al margen. Durante mucho tiempo está política hacía sentido.
Dada la dinámica polarizadora de la Guerra Fría, la política exterior mexicana fue coherente y responsable, pero ya hace mucho que el mundo cambió, se espera mucho más de los países emergentes y México parece estar llegando tarde a la cita.
No exagero al decir que el mundo espera que México asuma su liderazgo: por nuestro tamaño territorial, poblacional y económico México tendría que ser una potencia emergente.
Medida en términos de Paridad de Poder Adquisitivo, nuestra economía es la onceava del mundo y un estudio de HSBC estima que será la octava en 2050.
Aun así nos cuesta trabajo asumir nuestra posición.
“¿Con qué autoridad México puede asumirse líder?”, se cuestionan muchos: Con la misma autoridad que India, China, Brasil, Sudáfrica, etc…
Quizás la raíz de nuestra falta de aspiraciones sea histórica y geográfica. Histórica porque crecimos en un sistema que adula la derrota y la tragedia. Porque aprendimos que Tenochtitlán, a milímetros de la victoria, cayó estrepitosamente para nunca más volver, aprendimos que nos arrebataron Texas y la mitad del territorio nacional, que nuestra forma más asequible del triunfo fue envolverse en la bandera y tirarse al precipicio, una gran metáfora.
Y geográfica porque mientras que Brasil se compara con sus vecinos y se asume potencia nosotros insistimos en nuestras anteojeras que miran siempre al norte. Nos comparamos con la potencia más importante del mundo y nos sentimos ínfimos, que no merecemos la gloria.
Pero la realidad tiene matices. Ciertamente México tiene problemas graves que urgen resolver. En ese sentido comparte muchas características con países como India, China y Brasil. Pero también como ellos tenemos un territorio grande una población importante, tenemos una historia rica y una cultura poderosa e influyente.
En ese sentido la decisión de participar en las Operaciones para el Mantenimiento de la Paz de la ONU es más que oportuna. Si México va a transformar su proyección, tendrá que asumir mayores responsabilidades. En el mundo de hoy ya no se puede ser aquel testigo complaciente que durante muchos años fuimos.
La diplomacia mexicana del siglo XX dominada por la doctrina Estrada es insostenible en la nueva dinámica global. O nos ahogamos en nuestros problemas y nos saboteamos a nosotros mismos o asumimos una posición plausible, de acuerdo a nuestras posibilidades y expectativas. Esas posibilidades son mayores de las que muchas veces nos permitimos creer.
Esto no presupone olvidar los graves problemas internos, ni dejarse llevar por una visión populista del país como potencia mediana.
El crecimiento al exterior de México debe siempre reflejarse en un crecimiento interior y viceversa.
No obstante, México no necesita esperar al 2050 y sus predicciones de bonanza para comenzar a echar andar los motores. Hay que incidir en nuestro destino y para ello hay que tener voz en el mundo.
En política internacional es hora de dejar nuestros complejos de inferioridad a un lado, dejar el masoquismo y el gusto por el drama, hay que asumir responsabilidades regionales y globales; el mundo no se va a detener a esperarnos.