Estoy convencida que si nos pagaran por producir “memes” seríamos potencia mundial.
Eso fue lo que hizo la madrugada del 9 de noviembre más amable para pasar el trago amargo de ver cómo la mayoría de los estadunidenses elegían el discurso de odio de Donald Trump y de paso a éste como Presidente.
Pero mientras la risa de nervios salida de nuestras peores pesadillas nos confrontó a una realidad lejana o evadida de las expectativas, aquí nos enfrentamos a otro discurso que está sustentado por quienes creen que el Estado no debe proveer de garantías a las parejas del mismo sexo porque así como “todos los mexicanos somos criminales”, “todas las familias deberían ser naturales”, según esto…
No es un debate nuevo, pero tal parece que el odio sin freno a la diversidad (en todos los sentidos no sólo en la preferencia sexual) es una “semilla” que encuentra tierra fértil en quienes no están dispuestos a ceder el poder que sus monopolios político, social y económico han creado.
La familia “tradicional” es uno de esas estructuras rotas de las que poco se quiere hablar de sus fragmentos pero que cierra bajo la cerrazón de sus fervientes defensores una barrera que coloca sobre la mesa argumentos religiosos que, en teoría, deberían estar separados de cualquier decisión pública porque el Estado es laico.
En ese sentido, es lamentable que tanto encono por una “ideología de género” que supuestamente “impone” una “preferencia sexual” al resto de la ciudadanía, derive en un discurso de odio que hoy detiene la máxima premisa constitucional: las libertades para todos independientemente de cualquier diferencia, incluyendo la preferencia sexual.
La presión social del Frente Nacional por la Familia y los miedos de los legisladores (que se supone no deberían decidir a con base en creencias religiosas) sepultaron la iniciativa del Presidente Enrique Peña Nieto, que pocos aciertos ha tenido en su mandato, pero que tal propuesta era digna -como nos han mostrado otros países- de una sociedad de avanzada en derechos emergentes.
Mario Rodríguez Platas, reconocido activista por los derechos de la comunidad LGBTTTi, comenta sobre esto: “Quienes se opusieron a reconocernos un derecho (un derecho, no un privilegio de unos sobre otros) no dimensionaron el alcance de su actuación que va más allá del matrimonio igualitario, que es sobre el país que queremos heredar a futuras generaciones en el que nos reconozcamos todos y todas como iguales y al amparo del respeto de separación Iglesia-Estado”.
Sobre sus compañeros de partido que votaron en contra, el también priista me escribe: “Ellos/as cargarán sobre sus hombros la pesada loza de la ignominiosa presencia de la traición a los ideales”.
Más que caer en ese discurso de odio que está provocando más odio, creo que quienes apoyamos a la comunidad incluso venciendo nuestros propios prejuicios debemos estar dispuestos a la defensa de lo que debería ser una libertad máxima: decidir con quién me quiero casar.
Por eso mismo, en el país se ha lanzado la iniciativa “sí, acepto” que cualquiera puede buscar en www.siaceptomexico.com
Cuando le pregunto a Mario qué sigue, encuentro en sus palabras una resiliencia infinita porque perder esta decisión pública no debe construir más muros:
“Mientras tanto, nosotros homosexuales, les decimos parafraseando una parte del discurso de Hillary Clinton de hoy en la mañana: Nunca dejaremos de creer que luchar por lo que es correcto vale la pena”.
Y como decía la campaña del joven promesa de otra forma de hacer política, Pedro Kumamoto:
“Somos la grieta. Los muros sí caen”, porque entre tanto odio tenemos que aprender que el amor entre parejas del mismo sexo no le hace daño a nadie.
El Frente Nacional por la Familia marchó en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo.