En la Zona Metropolitana de Monterrey, es bien conocido, está concentrada la mayor parte de la población total de Nuevo León. Entre territorios distantes, la metrópoli no es más que un gran archipiélago desconectado, cuyos límites ya están rebasados entre un municipio y otro.
El rezago urbano, del cual hemos hablado incontables veces en esta columna, ha producido durante décadas de planeación urbana caduca una miopía que quizá sea el peor “castigo” que se tiene por las malas decisiones en el pasado: “el auto como único y casi exclusivo medio de transporte”.
Sin dudar, si hay alguna ciudad del país que sea el estandarte de la revolución industrial y el auge de políticas pensadas para transportar autos y no personas, es este gigantesco territorio urbano. De ahí, que la premisa cultural (casi como mito fundacional) más arraigado sea que “nadie puede vivir sin auto”.
A mí misma, me han señalado como sinónimo de presunción por no tener un auto propio y decir que camino, ¿cómo? Sí, un acto tan automático como caminar se ha convertido en una proeza tal que se convierte en carga moral que cae pesada cuando la mayoría no lo hace.
Claro, si infraestructura para la movilidad de tramos cortos (de ultima milla), no existe. Y esto es lo que se convierte en justificación, excusa o prejuicio, cuando a la hora de abordar el debate urbano se trata. Casi todos tienen la claridad de que sin infraestructura es difícil, sino es que hasta imposible hacer cultura. Porque sin esto no se pueden resolver preguntas críticas como: ¿cuál es la garantía de seguridad para usar bicicletas como medio de transporte si no tenemos ciclovías?, ¿Cómo vamos a caminar en calles mal iluminadas?, ¿Cómo van a transitar las personas con discapacidad si no hay rampas, esquinas accesibles o estacionamientos acondicionados para tal fin?, ¿Cómo caminar sin sombra que nos proteja de los 45 grados del verano?
Estas son pocas de las muchas preguntas. Pero si algo también deberíamos repensar es que el futuro de la movilidad ya no está en los macroproyectos ochenteros que abrían las vías a diestra y siniestra para los vehículos privados o que generaban conexiones largas de presupuestos públicos eternos y deudas inpagables.
Hoy, el concepto de ciudad compacta está dando valor a las zonas geográficas, el planteamiento de orígenes y destino y lo más importante: el tiempo, que se ha convertido en el indicador de traslado de una sociedad postmoderna del “todorápido”.
Por tanto, como si esto fuera un péndulo en reversa al origen, el futuro de la movilidad está determinado en la medida en que tengamos proyectos que le den esa prioridad a los tránsitos cortos, en zonas específicas, multimodal, con nuevas fuentes de energía y que reduzcan en gran medida el tiempo de los traslados.
Esta mañana, antes de escribir la columna, alguien me preguntó que si no era cansado caminar 10 minutos bajo este rayo de sol intenso si es más fácil pedir un Uber o taxi. Por supuesto, es más sencillo, pero el tiempo no miente: en auto me haría de 25 a 30 minutos (contando tráfico y estacionamiento). Estas decisiones son las que están ganando terreno.
Por eso mismo, en la Zona Metropolitana de Monterrey, tendríamos -como lo hemos hecho algunos- que estar haciendo el futuro de una movilidad urbana sustentable cuya base es y será: la última milla.