Era pequeña, pero ese día de 1994 lo recuerdo bien.
Llegué a la primaria y la cara de todos no era la de costumbre, nos invadía una rara sensación de incertidumbre que no podíamos a nuestros escasos años dejar a un lado, la pregunta que escuchábamos en las conversaciones de los adultos en nuestras casas: “¿Quién mató a Colosio?”
Palabras más o menos, cada uno hacía la réplica de lo que había oído decir a sus padres, tíos, abuelos. “No pudo haber sido un asesino solitario”, “el que salió en la tele no se parece al que presentaron”, “¿Quién tiene motivos para mandarlo a matar?”, entre otras preguntas que se hicieron cotidianas durante los primeros días luego del atentado que resultó un asesinato.
Han pasado casi 20 años de aquel trágico suceso y, como el eco de las opiniones de los mayores, aunque parezca increíble, seguimos haciéndonos la misma pregunta: “¿Quién mató a Colosio?”
Pero no es el único caso que nos ha dejado atrapados en la incertidumbre colectiva.
Podríamos mencionar una lista enorme de misterios sin resolver: Aguasblancas, feminicidios en Ciudad Juárez, la Guardería ABC, News Divine, Casino Royale y la más reciente: Pemex.
Las preguntas, aunque las escenas sean distintas, no son ajenas a los mismos cuestionamientos de desconfianza.
Porque mientras nos asombramos algunos días con las noticias, preguntándonos qué fue lo que sucedió, lo único que podemos estar seguros es que en realidad no sabemos –a veces ni siquiera podemos hacer una aproximación- de lo que ha sucedido.
Esa es, probablemente, la única constante de la desconfianza que no ha sido gratuita.
Motivos nos han sobrado para argumentar que las autoridades nos quieren ocultar algo, que disfrazan las investigaciones por sus intereses políticos, o bien, que las narrativas de cada historia son tan incoherentes que nadie puede creer el hilo argumental “orquestado”.
Peor aún, que a la hora de la exhibición pública de los resultados de las supuestas investigaciones, los temas no se tomen con la seriedad que ameritan los casos.
El último ejemplo de esto nos lo dio Murillo Karam y su chiste –además de misógino- que restó la relevancia que un representante del Estado debe considerar al hablar no sólo porque está rindiendo cuentas ante la sociedad que lo escucha, sino ante las familias afectadas por la tragedia.
En otro país, mínimo le hubiera costado el puesto por la insensibilidad de sus palabras ante uno de los elementos de la aparente investigación.
Lamentablemente, la impunidad, las complicidades, el abuso de la autoridad, la escasa investigación, son los ingredientes perfectos para dudar.
De ahí que inclusive hemos aprendido a distinguir lo “oficial” de lo que no lo es, e intuimos que toda información que proviene de lo oficial disfraza la realidad.
Tan es así que somos el único país hispanohablante que utiliza la palabra “sospechosismo” como parte de su vocabulario.
Lo curioso es que esta cultura que nos hemos inventado para sobrevivir a la mentira también nos ha llevado al otro extremo: aquel no acepta ningún tipo de argumento técnico porque “todos están vendidos”.
Ese, en cuya memoria de corto plazo no es capaz de darle seguimiento al tema porque siempre habrá una nueva nota sobre la cual “chismear” sin pretender hacer nada para resolverla.
El extremo en donde nosotros tampoco rompemos el círculo vicioso porque en lugar de exigir una investigación, juzgamos de manera inmediata como si fuéramos realmente expertos.
Ese lado nuestro tampoco esclarece los casos.
Es también difícil encontrar ciudadanos dispuestos a darle seguimiento a éstos, de forma tal, que nosotros también podamos comprometernos, no en la inmediatez de la noticia, sino a largo plazo.
Porque, al final, de lo único que podemos tener certeza es que este país: Nadie sabe, nadie supo.
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