Hay pocas dudas de que Brasil ha despegado y se encuentra en el camino de convertirse en una potencia internacional. El crecimiento de Brasil ha tenido consecuencias importantes en todos los sectores; Brasil se ha vuelto un actor global y un líder regional.
En los últimos años se calcula que 30 millones de brasileños se unieron a la clase media. Pero este crecimiento no ha venido sin consecuencias. Al crecer el poder de consumo, han crecido también mercados menos benignos, particularmente el del crimen y la droga. Ahora Brasil enfrenta un nuevo desafío, se ha vuelto un país de consumidores de droga.
Un estudio en 2012 rebeló que Brasil es ahora el segundo consumidor mundial de cocaína, después de Estados Unidos. De hecho, Brasil tiene el dudoso privilegio de ser el receptor del 17.7 por ciento de la demanda de cocaína a nivel mundial. Asimismo el 1.4 por ciento de su población consume esta droga.
A Brasil no solamente lo ha castigado su crecimiento económico y su nueva y holgada clase media, su situación geopolítica ha jugado también un rol en su contra. Perú, Bolivia y Colombia son los 3 productores más importantes de cocaína en el mundo y los tres comparten frontera con Brasil. Si México y Estados Unidos han tenido problemas para controlar los flujos de droga en una frontera que abarca 3 mil 185 kilómetros, el problema de Brasil es mucho más grande, comparte 8 mil kilómetros de frontera con estos países. En su mayor parte esta frontera es incontrolable, la espesa selva del Amazonas esparce sus ríos y su vegetación inhóspita por estas latitudes.
Mientras el crecimiento en el consumo de drogas en Brasil aumenta, las producciones de Colombia, y sobre todo Perú y Bolivia, han girado su producción hacia este nuevo mercado. Es un mercado más accesible y menos peligroso.
La mayor parte de la cocaína que llega a Brasil es producida en Bolivia y procesada en laboratorios del Perú. Después es transportada a través del Amazonas, generalmente cruzando el río Mamoré, para llegar a su destino final: las ciudades brasileñas. Una ruta alterna pasa por Paraguay, otro país fronterizo y poco vigilado que se ha convertido en el productor más grande de cannabis de América del Sur.
En ambos casos, las rutas de la droga se benefician de la inaccesibilidad de las zonas, la debilidad del Estado y del nivel de marginación en los que viven las poblaciones fronterizas en estos países. Por su situación única, la región de la frontera entre Brasil, Colombia y Perú es particularmente endeble al tráfico de drogas. La selva y los ríos son dos grandes aliados de los narcotraficantes. En esta región el Amazonas tiene cientos de ramificaciones, un laberinto de ríos y canales que resulta inabarcable. Aun cuando el clima lo permite, patrullar todo este territorio es casi imposible.
El reto más grande para Brasil es que el crecimiento en el consumo de drogas ha exacerbado un viejo problema que el país lleva arrastrando mucho tiempo. La desigualdad social y su representación urbana en la favela. Ese territorio ingobernable, que revela la ausencia de Estado, de ley, pero sobre todo de justicia, de justicia social. Los cárteles brasileños compiten por controlar la favela, acentuando el problema de violencia y marginación de estas zonas periféricas de la urbe. Al igual que las zonas fronterizas, la favela es la interpretación que hace la ciudad de la selva; con sus jerarquías anárquicas y su imposible sumisión.
La violencia, el crimen y la miseria concentrada en estos focos amenazan con desbordarse y apagar el sueño brasileño de ese eterno futuro que acaso ahora sienten al alcance de sus largos brazos. Para Brasil hay esperanza, pero tendrá que venir en la forma de acciones que busquen disminuir el consumo de drogas.