Caminar por la frontera entre Ciudad Juárez y El Paso Texas con las luminarias apagadas puede ser una suerte de “cara o cruz” para los visitantes.
Aunque no es mi primera vez en el lugar y de acuerdo con mi compañía el sitio estaba peor en otros tiempos, no dejo de sentir la adrenalina que corre mientras nos llega ese extraño olor de los lugares solitarios.
La frontera ha dejado de ser altamente peligrosa, pero eso significa todo, excepto que sea segura.
Minutos antes conversábamos sobre el incremento paulatino de los asesinatos en la ciudad mexicana que ha sido uno de los íconos territoriales de la violencia y la delincuencia.
Agrego, como pretendiendo hacer un comparativo –cosa que no me dejarás mentir pasa a menudo con estas conversaciones- que en Monterrey lo que han incrementado son los secuestros.
Como personas que han aprendido a vivir con el crimen, sobre todo a raíz de la guerra contra las drogas, nos quedamos casi mudos por un momento.
“¿A qué crees que se deba?” Pregunto.
Y Guillermo, quien trabaja en temas de empleabilidad de jóvenes para la prevención del delito, me dice con su acento característico de la frontera: “Hemos menospreciado la organización del crimen, que por algo le llaman crimen organizado.
“Ellos son mucho más flexibles y se adaptan más rápido que los policías, las burocracias gubernamentales o nosotros como sociedad”.
Trabajando en proyectos similares con el enfoque de urbanismo social o los derechos humanos, me he dado cuenta que aunque nos han vendido la “píldora” del combate, en realidad, no se puede combatir.
Se desplaza a los violentos o los delincuentes como ellos mismos lo han hecho con otros.
Se reducen algunos de los índices delictivos dependiendo de la zona, la población o el delito.
Se crean campañas que hacen conciencia entre los ciudadanos para que sean observadores de su propio entorno, hay quienes incluso asumen un papel mucho más activo y se convierten en vigilantes o defensores de derechos humanos.
Pero, algo falta que son pocas las iniciativas exitosas que inciden, tanto en las políticas públicas, como en las comunidades.
En la palabra organización de esa respuesta está la clave para la reinvención de sociedades para la seguridad.
De acuerdo con la Real Academia de la Lengua Española, esa palabra significa “asociación de personas regulada por un conjunto de normas en función de determinados fines”.
Haciendo un análisis de lo que esto implica, significa que en la medida en que estemos asociados, que determinemos las normas o reglas que regulan esos vínculos, pero sobre todo tengamos un fin común, entonces podríamos llamarnos organización.
Aunque hay casos excepcionales, casi rayando en lo absurdo del heroísmo, deberíamos apostar porque dejen de ser “casos aislados” para convertirlos en esa asociación con un mismo objetivo.
Si realmente queremos dejar de ser presa de los pactos políticos con el crimen, de un sistema de justicia deficiente, de que el dinero, el poder y las armas controlen nuestras vidas en sociedad, debemos hacer algo más que el mero hecho de sobrevivir entre la inseguridad.
Más allá de tomar las medidas de precaución que nacen de nuestros miedos naturales, como poner cámaras de vigilancia o muros –que no sirven tampoco de mucho-, también tendríamos que estar organizándonos para que esas realidades en lo público cambien.
Porque si estamos esperando a que nuestros gobiernos, o las asociaciones civiles, o los héroes sean los únicos que hagan algo, nos quedaremos sentados.
Que como le he explicado, no se trata de combatirlos porque no acabamos, pero sí de crear entre todos las condiciones mínimas necesarias para vivir en entornos seguros. La seguridad hoy no es asunto exclusivo de nadie, afecta a todos por igual y necesita de valorar el poder de organizarse.