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¿Por qué queremos a Obama?

Con su metro ochenta y cinco de altura y esa mirada sincera, acaso un poco líquida, como si guardara en ella una vieja nostalgia o una antigua vida. Con esa sonrisa tan humana y genuina y una voz bien entrenada para la euforia, Obama observa al público tras su triunfo. Algo de la imagen hace pensar a un chaman dirigiendo una hipnosis colectiva. Cuando Obama grita, la gente grita, cuando baja el tono de su voz, la gente calla, Obama lidera con el ejemplo.

Con su metro ochenta y cinco de altura y esa mirada sincera, acaso un poco líquida, como si guardara en ella una vieja nostalgia o una antigua vida. Con esa sonrisa tan humana y genuina y una voz bien entrenada para la euforia, Obama observa al público tras su triunfo. Algo de la imagen hace pensar a un chaman dirigiendo una hipnosis colectiva. Cuando Obama grita, la gente grita, cuando baja el tono de su voz, la gente calla, Obama lidera con el ejemplo. Así nos va guiando, llevando consigo hasta el punto de éxtasis donde ya no distinguimos si votamos o no por él, si su visión de América nos incluye, Obama el del 2008 ha vuelto y nos tiene absortos. 

En efecto, Barack Obama ha ganado la presidencia de los Estados Unidos y todos parecemos estar en ánimo de fiesta. Pero, ¿a qué se debe este fenómeno? ¿Por qué celebramos la victoria de Obama como si fuese la nuestra? Ciertamente no compartimos su noción de Estados Unidos como la aglomeración de todo lo bueno que le ha pasado al mundo, tampoco necesariamente estamos de acuerdo con la guerra en Afganistán, ni su falta de cooperación internacional contra el cambio climático y, sin embargo, anoche, donde quiera que estuviésemos, la mayoría de los habitantes del mundo sonreímos cuando supimos que había sido relegido.

El fenómeno Obama tiene su raíz en el contexto político y social en el que su figura surgió. Y es que necesitábamos algo en qué creer, después de ocho años infames de Bush –el pequeño –, de dos guerras sinsentido y una crisis económica desastrosa. Bush encarnó la peor cara del imperio americano y sus políticas condujeron a cierta decadencia económica y moral de la gran potencia. Entonces llegó él, un afroamericano alto y sonriente, carismático y brillante: el anti-Bush.  

En cierta manera, muchos de nosotros hemos crecido bajo la forma del relato hollywoodense. El cine nos ha preparado para aceptar los finales felices y creer en las historias de amor. Aún más importante, hemos aprendido a concebir el mundo de forma maniquea: en la vida hay buenos y malos; héroes y villanos. En esa cosmología cinematográfica, los héroes en su mayoría son seres improbables, no los típicos personajes aventajados, fuertes y poderosos, sino aquellas figuras a las que el triunfo parece inalcanzable; Frodo, el pequeño hobbit del Shire; Harry Potter, el huérfano que vive con los tíos, o el propio Peter Parker, a menudo víctima de bromas e insultos. Y allí es donde entra Obama en nuestro imaginario colectivo, como un héroe hollywoodense, como esa figura improbable que ha logrado contra todo pronostico vencer. En el avenir de cada héroe hay un final feliz, este es el de Obama.

Y es que  no hay nada menos seductor que una historia donde ganen los poderosos: George W. Bush, hijo de un ex presidente, hombre rico y poderoso, el relato parece demasiado obvio, muy fácil.  Obama,  por su parte, es presidente a pesar de todo, incluso el color de su piel. Por eso su relato es convincente, aunque la realidad insista en mostrarnos un cierto parecido con los villanos. 

Queremos a Obama porque su presencia, su símbolo, nos permite ser ingenuos,  porque a la vez también, lo símbolos son importantes y tenerlo allí, como presidente del país más poderoso del mundo habla bien de nosotros como humanidad. Obama en ese sentido es una construcción nuestra. Una necesidad de que los buenos triunfen a veces en su lucha contra el mal. Pero sobre todo, queremos a Obama porque necesitamos esperanza, y un afroamericano liderando a la nación que los esclavizó durante tantos siglos, nos la brinda.

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