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Prevenir el delito

¿Es posible? 

La primera vez que leí sobre ese término pensé que era una buena broma intelectual de quienes no comprenden que para tener un país que brinde de condiciones mínimas de seguridad necesita puntualmente tres soluciones básicas: disminuir la corrupción, evitar la impunidad y reducir la brecha de la desigualdad. 

¿Es posible? 

La primera vez que leí sobre ese término pensé que era una buena broma intelectual de quienes no comprenden que para tener un país que brinde de condiciones mínimas de seguridad necesita puntualmente tres soluciones básicas: disminuir la corrupción, evitar la impunidad y reducir la brecha de la desigualdad. 

Sin embargo, trabajando en comunidades violentadas, me he dado cuenta que eso que suena tan “ligero” tiene un gran peso positivo o de transformación cuando se asume corresponsablemente en tiempo, dinero y esfuerzo desde diferentes sectores y actores de una sociedad. 

De acuerdo con las Directrices de las Naciones Unidas para prevenir la delincuencia juvenil es indispensable que existan políticas que orienten hacia el respeto a la vida con un criterio humanista. 

Para lograrlo se requieren proyectos, servicios o programas específicos que impulsen su desarrollo, derechos e intereses a partir de la primera infancia.

Enfocados tanto en los que están en riesgo, que necesitan cuidados o protección especiales como los que no, pero viven en contextos vulnerables. 

Estos servicios, queda claro, deben ser provistos por el Estado. 

No obstante, en tiempos de crisis como los nuestros, debe ser compromiso de todos los que vivimos en una sociedad, tomando en cuenta que los delincuentes o los delitos no “nacen”, se “hacen”. 

Nosotros los creamos y, por tanto, tenemos la obligación moral de contribuir. 

A decir verdad, hace años, esto parecía una tarea imposible de realizar. Todavía recuerdo los intentos fallidos de gobiernos –en todos los niveles- para implementar este tipo de proyectos. 

Entre la resistencia al cambio institucional para volcarse en una visión de prevención más que punitiva y las comunidades lastimadas por una serie interminable de conflictos, el trabajo no era fácil. 

Mientras ese tránsito sucedía, a mitad de la administración de Felipe Calderón e inicios de la de Enrique Peña Nieto se comenzaron a orientar los cambios más importantes y visibles de la agenda pública de prevención. 

Pero para que esto pasara, fueron los propios jóvenes que ante experiencias desastrosas como los asesinatos, las desapariciones forzadas, los secuestros, entre otros delitos los que en ciudades como Tijuana, Monterrey, Ciudad Juárez, Acapulco, comenzaron a trabajar antes de que las autoridades llegaran y después también. 

Fueron las mismas juventudes las que orillaron e incluso –me atrevo a escribir- obligaron a que se comenzara este trabajo colaborativo. 

Nombres me pasan por la cabeza porque nos encontramos en el camino para que sucediera. 

Como el de Guillermo Asiain, Areli Aguilar, Alejandro Maza, Marisol Rodriguez, Angélica Carrillo, Alfonso Hernández, en una lista larga de quienes usaron –todavía lo hacen- su talento y juventud para que este tema tuviera la relevancia que actualmente tiene. 

Que no sería nada sin las personas que dentro de las instituciones gubernamentales han creído fervientemente para que los cambios se generen al ritmo de las necesidades comunitarias puntuales. 

Por eso, en mi camino rumbo a nuestro foro de prevención del delito Vinculación de Redes de Acción Local para la Transformación Nacional (VIRAL) que ahora se ha convertido en un campamento en Morelia, Michoacán, recuerdo este camino de varios años, con todavía una lista de pendientes enorme.

En los que uno va dejando espacio para que las “bromas” intelectuales de este país en vías de desarrollo se conviertan en algo muy en serio.

Con la credibilidad suficiente como para pensar en un país donde en lugar de que los jóvenes vean a la delincuencia como la única opción, más bien encuentren otros caminos para hacer la resiliencia, seguridad y la paz.

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