Platón planteó que en un principio hombres y mujeres eran uno solo. En castigo por su arrogancia los dioses los separarían en dos, obligándolos a vivir incompletos. Es por ello que necesitamos unirnos a nuestra otra mitad a través del amor para poder volver a ser UNO. Esa metáfora de la otra mitad ha sido utilizada muchas veces en la historia para explicar el porqué amamos. “Una mitad mía es tuya, la otra es tuya. Diría yo que es mía, pero si es mía es tuya…”escribiría Shakespeare en el mercader de Venecia.
La neuróloga Helen Fischer ha hecho estudios sobre el amor y ha descubierto que hay tres etapas en el amor cada una vinculada a un proceso cerebral y biológico distinto. La primera sería la lujuria, identificada con el deseo sexual. En segundo lugar estaría la atracción romántica (enamorarse), esta etapa no dura más de 3 años. Finalmente está el apego o acoplamiento: la unión emocional que uno siente con una pareja en el largo plazo. Según Fischer los seres humanos habríamos adquirido la lujuria para comenzar el apareamiento, luego evolucionaríamos la atracción romántica para concentrar nuestras energías en una sola pareja a la vez y por último el apego lo desarrollamos con el fin de crear un lazo para proteger y criar a los hijos.
Pero si la neurología intenta explicar el amor, nunca lo hará mejor que la poesía y la literatura. En ese sentido el amor es el encuentro inesperado de dos cuerpos y dos mentes que se desean. “Andábamos sin buscarnos pero andábamos para encontrarnos” dice Julio Cortazar simbolizando al amor como casualidad y a la vez destino. El amor también es desesperación; es querer saberlo todo del otro, querer poseerlo y ser invariablemente impedido de él por esa vulgar frontera que es el cuerpo y su solidez inclemente. Eso que Gilberto Owen expresó tan bien en un poema: “No haber estado el día de tu creación/ no haber estado antes de que Su mano te envolviera en sudarios de inocencia/ y no saber qué eres ni qué estarás soñando./ Hoy te destrozaría por saberlo”.
Empero, si hay amor también hay desamor. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, dijo Neruda y tenía razón. Los neurólogos han encontrado que además de las zonas del cerebro relacionadas con el amor otras zonas del cerebro se activan en el desamor. Entre otras la zona relacionada con el juego y el riesgo: por eso al perder nos obsesionamos. Como en el juego, al no obtener una recompensa la decepción se transforma en rencor y luego en odio. “Yo sé que un día tendrás una vida feliz, yo sé que serás una estrella, en el cielo de alguien más, pero ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué no puede ser en el mío?” canta Eddie Vedder. Años más tarde, convertida la desesperación en rencor, Vedder seguramente podría utilizar las palabras del poeta Ernesto Cardenal para expresarse: Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido/ yo porque tú eras lo que yo más amaba/ y tú porque yo era el que te amaba más./ Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo/ porque yo podré amar a otras como te amaba a ti/ pero a ti no te amarán como te amaba yo.
Aun así el amor también da la oportunidad de una última esperanza. En la selva guatemalteca dos templos se alzan majestuosos. Cada equinoccio al salir el sol la sombra de uno cubre a la perfección la figura del otro. El proceso se invierte al atardecer. Hace mil 300 años un rey maya construyó esos templos para que él y su reina pudieran amarse para siempre.