En París conocí a un grupo de jóvenes escritores latinoamericanos. Se reunían cada viernes en el Instituto Cervantes a leer y comentar sus cuentos. A menudo las discusiones se prolongaban y acabamos en un bar del Faubourg-Saint-Denis, las cervezas ya habiendo reemplazado a las plumas. Me sentí en el Club de la Serpiente.
Sospeché que como yo, cada uno de ellos había cruzado el Atlántico en busca de su Maga. No podía ser de otra manera, la mínima referencia a París dentro de alguno de nuestros cuentos los hacía saltar con el espanto de quien escapa el acoso de un viejo fantasma.
“¡Eso es cortazariano!” acusaban de inmediato como si nadie nunca más pudiera escribir sobre París. Supe que todos estábamos allí por la misma razón. Supe que pesaba sobre ellos la imagen imposible de una Maga a la vuelta de la esquina pero defraudados por la realidad, mis nuevos amigos negarían tajantemente alguna vez haber caído en semejante ingenuidad.
Aún cegado por la novedad de todo, yo continúe mi búsqueda de la mejor manera que pude. Sobretodo importante era no caer ante la fácil tentación de las falsas Magas. Como aquella que junto a la tumba de Cortazar se acercó a mí aludiendo a la casualidad de nuestro encuentro para candidatearse. O aquella otra Argentina que creía que la nacionalidad le daba un derecho especial de jugar el rol de la amante de Oliveira. Pero yo sabía que la verdadera Maga sería inconsciente de serlo, y continué mi camino hacía el Pont des Arts, aquel mítico puente donde Oliveira a menudo se encontraba a su musa.
Ciertamente París parecía emanar entero de Rayuela. Era como si Cortazar lo hubiese imaginado antes de que se volviera realidad.
En el célebre capítulo 7 el narrador dibuja la boca de la amada: la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca. De igual forma parecía como si Cortazar hubiese dibujado París con soberana libertad y por ese mismo azar incomprensible, el París de Cortazar, dibujado sobre una Francia virgen, coincidía exactamente con el París que yo pisaba.
Al visitar un lugar nuevo todo mundo necesita un código que lo ayude a interpretar las confusas señales de lo desconocido. En nuestros tiempos la mayoría prefiere el Lonely Planet, pero algunos más románticos preferimos la literatura y la ficción; Hemingway, Bolaño o Cortazar para entender nuestro nuevo entorno. Para varias generaciones de latinoamericanos la guía de París por excelencia ha sido Rayuela.
Pero más allá de eso, Rayuela no solamente es una guía a una ciudad de ensueño, sino una guía perfecta a la juventud y el amor. Una especie de Lonely Planet que nos indica los mejores lugares turísticos para sobrellevar la juventud y el enamoramiento. Por eso a cincuenta años de su publicación Rayuela es la novela latinoamericana que más ha influenciado la vida de sus lectores.
Esa tarde llegué al Pont des Arts cansado, me tomé del barandal y observé el sol caer sobre el Sena. De la nada una silueta se acercó a mí, tenía el cabello amarillo y una mirada almendrada, distraída. ¿Qué haces aquí? –me preguntó. Era mi novia. Hay veces buscamos muy lejos para encontrar lo que está muy cerca. “Andábamos sin buscarnos, andábamos para encontrarnos.” Le dije y la abracé.