El desencanto es demasiado. Cada habitante de la ciudad carga con su propia lista de quejas que parece interminable. Aunque existen distractores mediáticos con los cuales la población puede evadirse, a veces ni siquiera eso es suficiente para caer en el desánimo y la desesperanza que deriva de vivir en el país donde “no pasa nada” y cuando pasa, es mejor “hacerse de la vista gorda” y aguantarse.
El miércoles pasado asistí a una reunión con algunos de los intelectuales y activistas que son visibles en la ciudad. Los que nos reunimos concordábamos en la preocupación por los crecientes problemas públicos, que de algún modo, en ocasiones engullen nuestra creatividad e intenciones. Hay tantos temas en la agenda que deberían ser prioritarios: desde el cinismo de los políticos, como de los empresarios que no pueden romper los círculos viciosos de la corrupción, hasta una ciudadanía excluida, sin espacios para la participación y que no toma la iniciativa para el uso de sus derechos y obligaciones.
Tal parece que todos podemos hacer y deshacer al país en mil pedazos porque no hay contrapesos que permitan mantener el equilibrio como orientar una visión común de lo que queremos para la transformación nacional. Al contrario, estamos siendo cómplices de la impunidad, la corrupción, los monopolios y todos los dolores de cabeza cotidianos.
Pero, ¿por dónde empezamos si todo está revuelto? “¿Quién de ustedes se atrevería a no extenderle la mano a un político corrupto?”, reflexionaba uno de los asistentes por citar un mínimo ejemplo. Probablemente, para muchos no se trate de esto y quizá sean detalles mínimos, pero si no comenzamos como sociedad a preguntarnos de manera sincera qué estamos dispuestos a hacer, hasta dónde y cómo, entonces, ¿cómo vamos a poder determinar el rumbo de nuestro país y la ciudad en la que vivimos?
Lamentablemente, la preocupación por estas realidades se ha extendido no por un asunto de prevención o responsabilidad social, sino como reacción ante lo que nos está afectando a todos. Eso tiene una gran ventaja porque nos está dando el tiempo perfecto para multiplicar esfuerzos. Pero, por otra parte, también la urgencia no permite ver con claridad los escenarios y nos hace caer fácilmente en simuladores de soluciones que no contribuyen a hacer esa transformación profunda que vaya más allá de la creación de asociaciones civiles, proyectos, marchas o conferencias de prensa. Así que al involucramiento ciudadano todavía le falta mucho camino por recorrer, muchos espacios para la incidencia pública qué ganar, mucho conocimiento qué adquirir y muchos obstáculos qué vencer.
Entre todo eso, es loable que existan ciudadanos que a pesar de los escenarios negativos plantados sobre una realidad que presenta retos gigantes, están dispuestos a preservar su alto sentido de indignación, como al mismo tiempo el compromiso personal en este proceso a largo plazo para la reinvención. Así sea en los detalles mínimos, el trabajo comunitario o la gestión de políticas públicas.
Porque si bien es cierto que en tiempos de crisis es difícil realizar cambios, también lo es que se necesita de una gran dosis de valentía para arriesgarse. Ante el panorama que estamos viviendo más que resistencia se necesitará de resiliencia, es decir, de nuestra capacidad para sobreponernos a cada momento adverso y continuar. Una resiliencia civil.