Pocos personajes con peso político, excepto -y de manera cautelosa- el gobernador del Banco de México, han hablado de las distorsiones que puede causar un salario mínimo más alto.
Pero nadie se ha preguntado si acaso es realmente necesario tener un salario mínimo.
Parecido a cualquier otro precio en el mercado, los salarios se equilibran cuando la oferta y demanda de diferentes tipos de trabajadores se igualan entre sí.
La demanda por el trabajo la crean las empresas que necesitan de mano de obra para vender o producir; y la oferta, los trabajadores que están dispuestos a “vender” su trabajo por una recompensa monetaria.
Bajo esta óptica, es muy sencillo comprender que si la meta es incrementar los ingresos de los mexicanos, solamente se puede lograr incrementando la demanda (más empresas formales) o reduciendo la oferta de personas poco capacitadas (más educación y capacitación).
Si bien ningún mercado es perfectamente competitivo, la experiencia nos indica que no hay manera, sostenible en el largo plazo, de lograr lo cometido descuidando la productividad.
Venezuela, por ejemplo, es líder en incrementos salariales, pero su economía está plagada de crisis inflacionarias y desabasto.
Se trata de una verdad incómoda, que muchos políticos entienden, pero no están dispuestos a debatir.
¿Quieren ayudar a los más vulnerables? Acaben con los problemas magisteriales en los estados, donde justamente se necesita más de los maestros. Mejoren la calidad de la enseñanza en matemáticas y lectura, seamos campeones en la educación.
Decretar un piso artificial, que es a lo que se reduce el salario mínimo, es básicamente una forma de discriminar contra personas de baja productividad, que además son los más necesitados o los de menos experiencia laboral.
No se trata de una ilusión utópica: un centenar de países avanzados, como Finlandia y Austria, no tienen un salario mínimo y nadie puede argumentar que los trabajadores en esos países no tienen para comer o son explotados por las empresas.
Más bien, la ingenuidad está de lado de los gobernantes de países que creen poder controlar el mercado laboral sin hacer nada a favor de la productividad.
Entonces, ¿para qué desgastarnos debatiendo sobre el nivel del salario mínimo?
Muy sencillo: resulta conveniente que por estar ligadas a los salarios mínimos, las multas y cobros por servicios incrementarían sustancialmente de la noche a la mañana.
Así el Gobierno del Distrito Federal, y particularmente otras ciudades grandes, no tienen que implementar impuestos o cobros que generarían descontento entre la población.
¡Aumentar el salario mínimo hasta es una forma popular de ordeñar más a los ciudadanos!
El lector puede tacharme de cínico, y no dudo que algún funcionario crea profundamente en que pueda terminar con la pobreza de un plumazo, pero francamente las acciones previas de la clase política y su desinterés por arreglar los problemas de raíz me guía a llegar a semejante conclusión.