Desde hace dos años esa es la hora de la agenda. La que marca cuál es el tema del día

Siete de la mañana

Desde hace dos años esa es la hora de la agenda. La que marca cuál es el tema del día, de qué tenemos que saber o, incluso, en algunos casos, pensar. Al principio, me parecía un acto hasta de retroalimentación y transparencia. Que tenía por objetivo lo que se supone se necesitaba en aquel momento: […]

Desde hace dos años esa es la hora de la agenda. La que marca cuál es el tema del día, de qué tenemos que saber o, incluso, en algunos casos, pensar. Al principio, me parecía un acto hasta de retroalimentación y transparencia. Que tenía por objetivo lo que se supone se necesitaba en aquel momento: poder tener un acercamiento directo entre el presidente y las y los periodistas.

No obstante, toda esperanza de esa comunicación abierta y directa, se distorsionó conforme fue pasando el tiempo y las coyunturas políticas no abonaron para que descubramos lo que se ha puesto al desnudo cada mañana. Un presidente que si bien habla de los temas que competen a la nación, desde ese lugar de privilegio, denosta con mucha facilidad.

Las mañaneras se han prestado a una serie de acusaciones sin pruebas que “ponen contra la pared” a diversas personas, medios de comunicación, empresas, colectivas feministas y organizaciones de la sociedad civil. Lo grave es la falta de argumentos, así que la lista de adjetivos calificativos se hace interminable y, hasta con bromas de por medio.

Esto en algunos de los casos ha lastimado la dignidad, la imagen y la integridad de las personas. Una conferencia de prensa que se sostenía sobre la base de un primer vínculo de información ahora es una especie de “tribunal” mediático en donde las respuestas conllevan a un juicio a la vista de todos. Es decir, no hay manera de “reparar el daño” en la inmediatez del tiempo con la que se lleva a cabo.

Si alguien, persona física o moral, quisiera aclarar o defenderse de alguna de esas acusaciones, ya son las 9 de la mañana. Imposible alcanzar el “ritmo” o la “celeridad” con la que se difunden esas frases.

Quizá si las dijera cualquier otra persona, no tendrían demasiada relevancia, pero las dice el presidente de la República, el mandatario y representante de todas y todos los mexicanos. Durante estos largos dos años hemos escuchado prácticamente el mismo discurso lisonjero, despectivo, despreciativo y sin argumentos, sólo especulaciones con muy pocas posibilidades de tener el fin último de probarlo.

Como si fuera “el chisme” de la mañana. En lugar de ser un vehículo de comunicación, nos enfrentamos a algo que ya ni siquiera se le puede llamar la “agenda del presidente”, porque lo que menos sabemos son de sus acciones, sino de sus dichos.

Un día dejé de ocuparme de esas afirmaciones, comencé a dudar en la insistencia de tener “enemigos” y comencé a pensar en lo necesario que es que la sociedad civil con la riqueza del argumento, el debate y las ideas, pueda colaborar en ser el contrapeso que tanta falta hace.

Que en la oposición dejemos de reaccionar con infantilismos a partir de lo que sucede a las 7 de la mañana y que podamos entender que debemos hacernos responsables de cada una de las palabras, nosotros y, de paso, también el presidente.

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