Nos reunimos para conmemorar cuatro años del asesinato de los estudiantes del Tec de Monterrey, Jorge Mercado y Javier Arredondo.
El parque Tecnológico recibió aproximadamente 200 visitantes que llegaron puntuales al evento organizado por estudiantes.
Familiares y amigos exigieron con una voz muy clara lo que exigen a las autoridades y piden a la sociedad: “memoria y justicia”.
No obstante, no había la energía del primer día, ni las organizaciones civiles del primer día, ni los gritos ni pancartas del primer día.
En realidad, parece que a la memoria se le escapó su coraje cívico y que ante la ausencia de esperanza, no queda de otra más que acostumbrarse a dar el mismo discurso de siempre, “apretar los labios” y sostener el dolor en una que otra canción inentendible.
Esa fuerza del día 21 de marzo de hace cuatro años se diluyó en discursos bonitos, en ejercicios-simulacro de participación ciudadana y en procesos de observación internacional que más que temprano, han llegado tarde.
¿A dónde se fue esa primera voz convencida de que se cometió uno de los actos de injusticia más lacerantes de los últimos años en la ciudad? No está. Parece que a la memoria colectiva que vivió la inseguridad le ha fallado su sentido de resiliencia.
No se acuerda que “el gobierno” tiene nombres y apellidos a quienes hay que exhibir. No se acuerda que las autoridades del Tecnológico de Monterrey en esos momentos tenían una gran responsabilidad que no la asumieron como el caso lo ameritaba. No se acuerdan de la incredulidad de la propia comunidad, no sólo ante el asesinato doble, sino ante las protestas en el centro de la ciudad.
Pero hoy parece que no hay más responsables, que hay que seguir un proceso con ese mismo gobierno, que hay que aceptar que no salió la comunidad estudiantil de la región a hacer eco de la tragedia, que nadie tiene por qué indignarse de que no esté abrazando a los familiares, como lo hicieron en la primera ocasión, las autoridades –todas-.
Han pasado cuatro años y, disculpe usted, pero he escuchado la misma historia, ¿y el próximo año?, ¿dónde vamos a estar?, ¿quiénes le van a dar seguimiento?, ¿qué va a pasar con el caso? Porque en México somos muy buenos para “hacer ruido mediático” durante un par de días sin tomarle importancia al “después”.
Y, ¿cuándo los estudiantes que reclaman justicia se muden de ciudad, se gradúen, se hagan viejos y se harten?, ¿en dónde estarán?, ¿quién se acordará de los responsables, de las familias?; cuando el 19 de marzo deje de ser un día en la agenda personal de alguien, o algunos, ¿qué va a pasar?
Este es el círculo vicioso del que no podemos salir. Qué pasaría, por ejemplo, si cada ciudadano se comprometiera a acompañar a sus víctimas o familiares. Qué pasaría si existieran más ciudadanos que se involucraran en la vigilancia de los procesos judiciales. Qué pasaría si en esos lugares que fueron trastocados por la impunidad, como la esquina Luis Elizondo con Garza Sada, fueran convertidos en espacios para la reivindicación de la paz, los derechos humanos o la educación.
Es increíble, pero a esos ya lejanos cuatro años todavía hay alumnos del Tecnológico de Monterrey que se atreven a decir que los dejemos “descansar en paz”, no quiero imaginarme entonces el resto de los comentarios.
Esta herida de guerra, ha hecho que algunos pocos asuman en la realidad un “somos Jorge y Javier” que no sale en las fotografías de los periódicos, pero que en definitiva después de todos estos años se sigue enfrentando a una sociedad indolente que no se asume como vulnerable ante éste y otros asesinatos.
Tampoco, obviamente, se trata de tomar a cada víctima como “bandera” de un sentimiento patriótico inexistente, pero sí de un compromiso ciudadano que no llegó en su momento y que parece, a la distancia de los años, que sigue encerrado en la cobardía de quien no quiere enfrentarse a la muerte para generar vida.