Popular o no, nuestro impuesto arcaico se robó en Nuevo León la discusión legislativa de la semana: La tenencia.
La que se supone debería pagar el 30 por ciento de la población del país (los que tienen automóvil), en la teoría de que todos la pagaran y que, en la realidad, sólo el gobierno recauda un poco más de la mitad en la práctica.
La tenencia, en un país que atraviesa crisis desde hace décadas, fue la panacea durante y después de su creación en 1968.
Para su tiempo funcionó –eso tampoco nos consta cabalmente- para la realización de los Juegos Olímpicos del 68. Hasta el 2012 se canceló a nivel federal, sin embargo, algunos estados la siguen cobrando, como es el caso de Nuevo León.
En este país que sigue estando en crisis, no hay impuestos que alcancen.
No tanto porque no exista el dinero suficiente, sino porque el cáncer de la corrupción ha hecho que mucho de ese dinero no se destine a los programas o proyectos públicos en los que debería invertirse.
Por eso mismo, pagar impuesto –cualquiera que éste sea- se ha convertido en un “sufrimiento” colectivo y en algo indeseable en la medida en la que no se le ve la utilidad.
Ahora sí que en pocas palabras: ¿para qué?
No obstante, esto no quiere decir que no se necesiten impuestos.
De qué otra forma tendríamos al menos un presupuesto público si nosotros no estamos dispuestos a pagar. Es una encrucijada difícil.
En el sentido estricto de la moral no tendríamos por qué hacerlo en tanto que siga existiendo la corrupción, pero en el terreno de la legalidad es indispensable contar con ese dinero.
Por algo, los países de primer mundo recaudan hasta el 50 por ciento o más de los ingresos de sus habitantes.
Entonces, hasta este punto, habría que separar a la corrupción de la recaudación.
La excepción que tiene la tenencia estriba en dos particularidades: es sobre el automóvil y, por ende, afecta únicamente al sector de la población que cuenta con un automóvil.
En ambas variables tenemos que admitir que lo que los economistas llaman como externalidades negativas, hoy tienen mucha validez para ser cobradas por medio de un impuesto (se le llame tenencia o se le ponga otro nombre).
El uso excesivo del auto está causando enfermedades cardiorrespiratorias, congestión vial, estrés, invasión del espacio público, accidentes y muertes.
Problemas en que el Estado también tiene que invertir y que debería tener el dinero que nosotros como contribuyentes podamos proveer para tal fin.
La otra es que el impacto no se carga a los bolsillos de los más desfavorecidos, sino de la gente que de por sí está pagando por lo caro que resulta mantener un automóvil.
En ambos terrenos, lo social y lo ecológico, los impactos son positivos y no tendrían por qué generar tanta polémica.
Sin embargo, se ha convertido en la bandera política de más de una persona o un partido.
El debate se ha reducido en cumplir o no una promesa de campaña de cualquiera que necesite su “presea” para ganar sus adeptos.
Aunque existan otras opciones para transformar la tenencia o para conocer su destino mediante la rendición de cuentas, parece que lo más fácil es quitarla porque así conviene al capital político.
“Los políticos no comen lumbre”, dicen por ahí,.
Pero hoy en un estado en quiebra y contaminado, es un lujo deshacerse de impuestos.
Menos de impuestos sobre el automóvil que sigue generando tantos problemas y sin considerar otras opciones que también son viables.
Así que el problema de los impuestos poco tiene que ver con su origen.
A pesar de que los políticos nos quieran convencer de supuestos beneficios que no son en la práctica.
Si hay un debate que importa no es quitar impuestos, sino conocer su destino.
Porque sólo un gobierno decente es aquel que pide impuestos. no que los quita. Obviamente, si y sólo si es decente.