Desde hace algunos años, una característica que distingue a la política mexicana de la estadounidense es que la nuestra tiende a la unidad.
Pero esta renovada intención de los políticos mexicanos por trabajar de manera conjunta puede llegar a extremos que a nadie nos conviene.
El martes pasado, en un particularmente victorioso discurso partidista, el presidente Barack Obama anunció que propondría cambios al sistema impositivo. Esto haría más progresivos los impuestos, lo que aumentaría la carga en los niveles de ingreso más altos.
Considerando que todos los grandiosos cambios que intentó vender Obama tendrían que pasar por un Congreso de mayoría republicana ferozmente anti impositiva, es evidente que se trata de algo cercano a lo imposible.
Más bien, lo que el primer mandatario pretende es polarizar el debate previo a las elecciones del 2016.
Así, la estrategia de ambos partidos en Estados Unidos parece ser distanciarse del otro lo más posible. Mientras el partido del presidente intenta venderse como uno en sintonía con la clase media, pintando al bando opuesto como los defensores del 1 por ciento más rico de la población, los republicanos se esfuerzan cada día más en ser conservadores y, en sus mentes, “americanos”.
El votante promedio en Estados Unidos sabe qué ideales representa cada partido, pero está frustrado por la falta de un camino medio.
En contraste, en México sucede lo contrario ya que la población no quiere el camino medio.
En Nuevo León, por ejemplo, resulta difícil entender qué distingue al PAN del PRI, partidos que muy probablemente postulen a dos candidatas que dejan mucho que desear.
Ninguna de ellas se distingue de la otra por haber hecho algo diferente. Ninguna de ellas tiene experiencia en la iniciativa privada o con organizaciones de la sociedad civil. Ambas son veteranas solamente de la grilla política.
La frustración es tal que los ciudadanos, los cuales sí tienen que lidiar con un mundo fuera de los lujos políticos, reconocen a las candidatas por características tan banales como su forma de cuerpo y múltiples escándalos.
La oposición, principalmente el PAN, tal vez tiene que entender que ya fue suficiente cooperación. Las reformas estructurales más importantes ya se aprobaron, es hora de elecciones, es hora de diferenciar su producto.
Desde luego que ningún extremo es deseable. Nadie quiere vivir en un país paralizado por las diferencias partidistas, dónde cada iniciativa de ley se convierte en un circo mediático, (recordemos lo que sucedió en el sexenio de Vicente Fox).
Pero tampoco resulta bueno para la democracia tener que escoger entre quién hace mejores anuncios o tiene escándalos menos vergonzosos.
Para nuestra endeble democracia se trata de un riesgo que no podemos permitir, el auge de autócratas siempre se alimenta de la indiferencia y frustración de la población con la “clase política” que perciben como un ente homogéneo.
Si bien la introducción de candidatos independientes tiene como noción “democratizar” a la política, una vez más los extremos a los que llegaron los partidos para proteger el status quo significa que tal vez después de estas elecciones, quien salga mejor beneficiado sea justamente el partido político más antiguo del país.