Gestión de convivencia
Fuimos, probablemente, el primer laboratorio latinoamericano enfocado a la convivencia urbana.
Me ha costado trabajo empezar sin ni siquiera una noción teórica de lo que eso significaba en plena crisis de inseguridad.
Indira Kempis
Fuimos, probablemente, el primer laboratorio latinoamericano enfocado a la convivencia urbana.
Me ha costado trabajo empezar sin ni siquiera una noción teórica de lo que eso significaba en plena crisis de inseguridad.
Con el paso de los años asumir la dirección de este barco ha significado un reto grande en el que nos adelantamos al futuro que nos alcanzó.
Los problemas hoy en la ciudad son más de convivencia que de infraestructura, aunque en apariencia creamos lo contrario.
Por experiencia, también me he dado cuenta cómo es que muchos de nuestros conflictos podrían ser resueltos por la propia voluntad comunitaria sin intervención de los gobiernos, cómo nos hemos hecho “flojos” para dialogar y buscar consensos.
Cómo nos hemos acostumbrado a que el otro “siempre tiene la culpa” y, por tanto, la “obligación de buscar la solución”.
Cómo nos hemos embaucado en esta urbe, como en otras, en no reconocer a nuestros territorios como parte fundamental de la vida cotidiana.
Hemos estado tan absortos en las particularidades de la vida personal que nos olvidamos que los problemas públicos son de todos.
Claro está que la desconfianza en las autoridades ha roto una relación sagrada para poder salir del “hoyo” en el que estamos.
Pero eso tampoco tendría que significar que no se puede contar con procesos de transformación en donde cada uno de nosotros asumamos en corresponsabilidad la respuesta a la pregunta de cómo
queremos vivir en la ciudad.
Por eso mismo, aunque no eximo a nadie de sus obligaciones, es importante destacar que así y tuviéramos toda la voluntad política, los presupuestos, el talento congregado, entre otras cosas, mientras las comunidades no estemos confrontando esa resolución de problemas en equipo, esto no va a funcionar.
Nadie nos enseñó a hacerlo. Pero ante la imposibilidad y freno en el que se encuentra el Estado por la propia crisis institucional, política y financiera, es momento en que contribuyamos a tomar las riendas de para dónde navega el barco.
La convivencia, entonces, no se traduciría como la expectativa del “paraíso” feliz, sino la disposición de contar con las herramientas sociales como territoriales para el buen vivir en colectividad, que es lo que tanto nos hace falta.
De tal manera que en un vínculo íntimo los hábitos que nos lleven hacia ciudades humanas, sustentables y seguras estén relacionadas por la propia experiencia de hacerlos, de destruirlos o de transformarlos sin esperar a que existan intermediarios para tal objetivo.
Actualmente este tipo de iniciativas están innovando, precisamente, porque integrando elementos comunitarios como urbanos podemos elevar la calidad de vida de las personas.
Hace una semana que les escribía desde Habitat III, en Quito, Ecuador, en el marco de la presentación de la Nueva Agenda Urbana para el mundo, discutía con mis colegas que en este momento es más trascendental resolver los problemas urbanos desde esa óptica de la convivencia que incluso desde la infraestructura.
Porque lo que está en juego en las ciudades, donde se supone que va a vivir la mayor parte de la población para dentro de un par de décadas, no es ni la vivienda, ni los edificios, ni las calles.
Ni ningún otro elemento que importe mucho más que la reducción de la brecha de la desigualdad, la contaminación, las enfermedades, la inseguridad, la violencia, entre otras cosas.
En sí mismo, hoy mi teoría, a partir de años de práctica, está construida ahí. No hay ciudad sin convivencia. No la hay.Activistas señalan a la desigualdad y marginación como principales problemas sociales a resolver.