Una de las vecinas es tajante conmigo.
Después de abordar el tema de la inseguridad en su colonia y cómo mitigarla mediante estrategias urbanas, me deja notar su incredulidad.
La dejo que hable: “lo que creo es que deberíamos de ponerles a todos los que vienen de esa colonia -señala con el dedo hacia donde se visibiliza la pobreza”- unos gafetes que los identifiquen para que la policia sepa quiénes son y con quién trabajan.
“Podríamos también colocar una pluma que controle el acceso para que no pase ‘cualquier’ persona. Cerrar una calle, vigilarlos porque ellos son -vuelve a señalar hacia allá- los que vienen a hacer sus atracos aquí”…
Es tanta la “mala leche” que me he atrevido a pararla para decirle algo con firmeza que me ha rondado en la cabeza desde su actitud: “¿está totalmente segura de que ellos son el problema?”.
“Sí, de hecho deberíamos poner una barda”, me contesta muy segura… “Como Trump”, reviro mirándola a los ojos y tal parece que mi comentario la ha enmudecido.
Esa lógica de vecindario se repite en prácticamente todas las colonias o barrios del país.
Nacida la discriminación y segregación de la desigualdad, actualmente es imposible no encontrarse con estos argumentos en donde se le da la responsabilidad a los otros de todos los problemas.
No es la primera vez.
Es cotidiano que en Nuevo León suceda así. En su crisis más aguda de crímenes por la violencia del narcotráfico, la gente también opinaba igual: la delincuencia viene de “afuera”.
Pero, qué es “afuera” sino adentro mismo de un sistema que está en declive y que está, no solo no asegurando el desarrollo como la calidad de vida de sus habitantes, sino creando estereotipos, percepciones y prejuicios que dividen todavía más a los barrios…
Por eso, como si fuera un eco de los motivos por los que Donald Trump quiere endurecer las políticas migratorias de su país, como levantar todavía más el muro entre Estados Unidos y México, muchas personas creen (de mera creencia porque los hechos delictivos pueden mostrar otras cosas) que todos sus vecinos son los culpables de las tragedias internas.
Entonces, lo más fácil es discriminar por apariencia.
No vaya a ser que ese muchacho con cara de “cholo” o la sirvienta que lleva el uniforme o el señor que tiene tatuajes, sean como todos “criminales, delincuentes, violadores”.
Por eso, cada vez también en el Área Metropolitana de Monterrey germina y crece la idea de que muros, fraccionamientos cerrados y otros controles aparentemente solucionarán las cosas. Sin saber que eso más bien abona aún más a la fragmentación social.
Esa desconfianza sólo se puede traducir en más delincuencia.
Porque está demostrado que hoy la seguridad necesita de nuestra cohesión para evidenciar y protegernos mutuamente (sobre todo ante la crisis institucional que vivimos).
No deberíamos permitirnos, así como lo hicimos casi al unísono con Trump, que los prejuicios los tomemos como si fuera una verdad. Mucho menos que nos veamos “motivados” a discriminar gente por mero “melatismo”.
Hay que ser precavidos, pero no a esa magnitud de cerrarnos a las posibilidades diversas de la convivencia urbana.
Que ante nuestro deshonroso primer lugar consecutivo en discriminación (Nuevo León) no se haga cierto eso de que “un Trump en cada hijo te dio”.