Yo, activista
“Algún puesto político han de querer”, palabras más, menos, he escuchado sobre un montón de activistas de diferentes corrientes ideológicas, movimientos o causas.
Es esa la confusión en la percepción, la cual genera un rechazo hacia el activismo, que en nuestro país es entendido como hacer política sin partido y no como una forma activa de involucrarse en lo común.
Indira Kempis“Algún puesto político han de querer”, palabras más, menos, he escuchado sobre un montón de activistas de diferentes corrientes ideológicas, movimientos o causas.
Es esa la confusión en la percepción, la cual genera un rechazo hacia el activismo, que en nuestro país es entendido como hacer política sin partido y no como una forma activa de involucrarse en lo común.
Es quizá porque adolecemos también de participación ciudadana porque “vemos moros con tranchetes”, nos inventamos “enemigos” y creamos una cultura de seres inmaculados –los que se llaman “ciudadanos” sin haber leído que la Constitución Política establece que somos todos- y los que no lo son: Los políticos.
En esa división evidente nadie quiere “mancharse” o “contaminarse” de la política.
Como también pocos han entendido que la política no significa gobierno y que gobierno tampoco es sinónimo de Estado, o de Enrique Peña Nieto.
La ignorancia y la apatía han sido nuestras herramientas –si es que se le pueden llamar así- para no involucrarnos realmente en algo más que un movimiento, o una movilización social, sino aprender la colaboración en lo público como un estilo de vida colectivo que tiene grandes posibilidades de solucionar problemas.
Hoy, y lo hemos visto con el debate sobre quiénes son los violentos de las últimas marchas, el anarquismo, el activismo y cualquier otro “ismo”, están subestimados.
Pero también el ensalzamiento, falso heroísmo y fanatismo, que provocan quienes abusan de su derecho a la libertad de expresión y bajo esa falda justifican su violencia.
Al final del cuento el país parece estar divido en ese juego de la percepción, en donde hacer activismo se reduce a ir a una marcha o a enviar un tuit.
Dentro de ese espectro tan grande la distorsión es inevitable.
Los radicalismos son cada vez más arraigados que, actualmente, pocos se atreven a asumirse como activistas, no sólo por la persecución a la que se puede ser sometido y que a las pruebas nos remitimos, sino a esa olla de presión social en donde existe el rechazo al activismo, una vez que parece que persigue otros intereses. A veces con razones de causa y a veces con esa visión distorsionada.
En un mundo cambiante como el que estamos experimentando, más nos valdría que lo público dejara de ser sólo de quienes pertenecen a un grupo, o llevan un letrero del “Yo, activista”.
Más tarea, como tanto trabajo, requerimos para que eso que es común para todos deje de tener una sola alternativa para poder alzar la voz o participar.
Pero también para entender que es lo público lo que hay que resignificar hoy sobre, incluso, la política.
Desmitificar y abrir el activismo a otras formas o expresiones, en donde asumirse como tal no devenga en una confusión errática de lo que realmente significa participar en lo público.
Que el activismo se reconcilie con una sociedad que ya tampoco lo ve como una alternativa real para solucionar cosas.
Y, sobre todo, que exista el valor civil de ser activista sin miedos a las percepciones, persecuciones y a los juicios.
Más allá de asumir una postura pasiva frente a lo que nos estamos enfrentado, el activismo puede ser, si se le levanta el cerco de lo inmaculado y puro, un puente de transformación que permita el encuentro de las diferencias más que el monopolio del poder social.
Porque hasta eso, si los políticos no saben “cómo”, es hora de decir que muchos activistas –con sus respectivas excepciones- tampoco.
México sería otro en la resolución de sus problemas públicos si cada uno de nosotros en la realidad, más que en el juego de la percepción, se pudiera aceptar como el “yo, activista”, sin que eso fuera casi casi “una carrera profesional voluntaria de unos cuantos”.