Lo que viene se cae de lo obvio: el mundo ya no es el mismo. A veces, para bien y otras para no tan bien. No se pone en duda, por ejemplo, que el poder de la Iglesia ahora es más sutil. En una realidad actual, plagada de incrédulos y hedonistas, poco margen podría tener un evento como la santa inquisición. A Dios gracias…
Con los derechos de la mujer las conquistas logradas también son motivo de celebración. Sí, es cierto que lo alcanzado hasta ahora no es suficiente, que muchos caminos quedan por recorrer, que algunas ganancias pueden significar un granito de arena dentro de un gran archipiélago.
Eso no se discute. Lo que sí se discute sería hasta qué punto el poder de lo políticamente correcto podría aniquilarnos. No hay que alarmarse, pero conviene pensar en eso. Las muestras abundan.
Hará cuestión de semanas unos colectivos veganos no sólo abogaron por la filosofía de no comer carnes, sino por un “respeto” a los animales un tanto sacado de quicio.
Sí merecen respeto
Que nadie malinterprete lo que acá se intenta tratar. Los animales merecen toda la consideración y respeto del mundo. ¡Faltaría más! Lo que aún cuesta trabajo procesar es el fondo del reclamo elevado, el ejercicio de concientización de estos grupos destinados a hacernos más humanos (¿o menos animales?, cabría preguntarse).
Y acá es donde no se sabe si usar una fanfarria o una música incidental antes de soltar lo que vendrá después de los dos puntos: una propuesta en la que se acabe de una buena vez con el lenguaje especista.
Vamos a ver, esto significa exterminar cualquier utilización de un tipo de animal para insultar. Así que hijo de perra, cerdo, rata, burro, zorra, víbora o cabeza de chorlito, entre un larguísimo etcétera, no sólo deben someterse al escrutinio sino a una completa desaparición de cualquier tipo de conversación entre gente digna. Y, la verdad, en un mundo donde no exista la expresión “cabeza de chorlito” no provoca vivir.
Un mundo manco
Siendo serios, si es que alguna vez estas líneas no han dado esa impresión, acá se romperían con mil tradiciones, con todas las teorías de los arquetipos y del inconsciente colectivo jungiano y con el fino arte de la ofensa.
Pero, siendo aún más serios, el mundo de la cultura quedaría manco de cualquier extremidad. En un futuro distópico no sería raro imaginar a una turba de luchadores sociales limpiando las paredes de las cuevas de Altamira en una clara defensa al bisonte.
Si tomamos todo lo presente desde un ámbito más doméstico cabrían muchas preguntas: ¿Cómo se modificaría la canción “Caballo viejo” de Simón Díaz? ¿Qué figura suplantará al animal que aparece en la tela de “El Gran cabrón de Goya”? ¿Cómo pasaríamos por el tamiz de lo políticamente correcto la novela “Rebelión en la granja” de George Orwell? ¿Sus cerdos serían cambiados por políticos? ¿Y los caballos qué? ¿Y las aves? ¿Y al final de qué trataría el libro, pues?… Fascinante, ¿no? Pensar en un mundo en donde este tipo de prurito solicitado por el colectivo vegano nos haga repensarnos desde cero, en donde las metáforas no se asienten en el reino animal, en donde la mínima manifestación artística se someta a un blindaje ¿inquisitorial?
Los traumas de la historia
Este ejercicio tiene su jugo: imaginar a una obra creada a partir de esos arquetipos, pero en una nueva versión carente de ese contenido. Hay un reto irresistible que sería la delicia para un semiólogo ocioso. Maus de Art Spiegelman viene que ni mandada a hacer. Esta novela gráfica no es otra cosa que las memorias y tensiones de su autor con su padre sobreviviente de un campo de exterminio nazi.
Spiegelman pasó años dándole vueltas a una historia enquistada en su familia, a un fantasma que debía exorcizar para entenderse a través del otro. Innumerables fueron sus intentos frustrados como las viñetas desechadas. Hasta que un día alumbró la gran idea o afrenta, según se vea: dibujar a cada implicado en esa guerra mundial con cabeza de animal.
De esta forma, los judíos terminaron por adoptar la de un ratón, los alemanes la de gato, los norteamericanos se hicieron perros, los polacos mutaron a cerdos y los franceses sufrieron la metamorfosis que los convirtió en sapos.
El mal está en su ADN
Los del Pulitzer, quienes al parecer no saben nada de derechos humanos e inhumanos, le otorgaron el premio en 1992. Spiegelman lo ganó, no sólo porque construyó un prodigio de la estructura, sino porque vio en cada animal el poder evocador de una historia tan cruenta como conocida, una historia que no permitía la redundancia en su ADN. El insulto, por descontado, no estuvo en ninguna esquina de Maus. El agravio sería imaginarse una versión sin ese tamiz animal.
El arte moral no es arte; es panfleto.
De allí el gran misterio de la creación.