La película “Boyhood” es un ejercicio en la melancolía. Un viaje a la semilla a través de los cuadros mnemotécnicos que abren las puertas más avasallantes de nuestra memoria.
No invierte en introspecciones profundas ni en exploraciones psicológicas extensivas, en este caso no son necesarias; la serie de momentos capturados a través de doce años de filmación construyen el cuerpo de un universo identificable. No necesitamos rellenos emocionales porque nosotros mismos hemos vivido esos momentos. Así es “Boyhood”, como un espejo: estando frente a él nuestros propios cuerpos rellenan el vacío.
La película de Richard Linklater fue filmada durante 12 años siguiendo la vida de Mason, interpretado por Ellar Coltrane y su paso de la infancia a la adolescencia. En ese sentido la película es un viaje único por el tiempo. Lejos del rímel y las mascarillas, Linklater nos presenta con un trabajo cinematográfico maestro, un ejercicio en la paciencia. Cada año Linklater reúne al elenco para nuevas escenas, el guión se va construyendo a base del consenso, adaptándose a las experiencias personales de los actores. La cinta se juega en ese tono: como una acumulación de momentos que separados no hacen mucho sentido, pero que unidos dan cohesión al testimonio de una vida.
Pero dentro de la extensa linografía de “Boyhood” hay una escena que logra tocar las fibras más sensibles de mi nostalgia. Es la escena en que el personaje principal, Mason, se enamora de Sheena (interpretada por Zoe Graham).
La escena se desarrolla en una fiesta cuando los dos adolescentes se separan del resto para refugiarse en la cálida luz de una fogata: un escenario adecuadamente cliché para un enamoramiento adolescente. La escena fluye con el mismo extrañamiento emocional que caracteriza al personaje principal. Mason parece demasiado absorto en sí mismo y su nostalgia como para intervenir en su destino, como si éste le fuera ajeno. Sheena, por el contrario, es cautivante y coqueta, su mirada tiritante hipnotiza la cámara, pero aunque sus ojos son oníricos, sus sentimientos son transparentes.
El contraste crea un desbalance interesante, una especie de juego que Sheena entiende de inmediato. Si Mason se retrae, Sheena se expande. Y la verdad sea dicha, Sheena no tiene reparo alguno en hacerlo. De hecho no tarda en sacar el as debajo de su manga: la cámara la enfoca y ella nos revela una sonrisa tímida y honesta pero a la vez devastadora. Su sonrisa es la sonrisa de todas las mujeres que se han enamorado, es una sonrisa universal y como tal, evoca en el espectador la certeza de que la sonrisa va dirigida a él. Sheena nos observa desde la dulce tela del primer amor, si en Proust el olor de la magdalena hace revivir los años pasados, la sonrisa de Sheena nos transporta a las memorias más remotas del enamoramiento.
Su gesto es uno de los momentos más nítidos del tejido emocional de “Boyhood”. Su sonrisa no esconde coartadas.
Ahora Zoe Graham está frente a mí; su rostro ligeramente escondido detrás de su cabello naranja. Da la impresión de que es una barrera consciente que interpone entre nosotros, Zoe es amable y espontánea pero el cabello permanece sobre una parte de su rostro como una cortina. Me ha citado en una cafetería en Baltimore, ciudad donde está estudiando artes plásticas. No estamos en un set cinematográfico pero bien podría serlo; El lugar posee el carácter anárquico y bohemio, casi espontáneo, que vuelve a los lugares hogareños. Por las ventanas se cuelan marañas de luz empolvada, una luz lejana y perezosa; el efecto se magnifica con la tenue pero persistente lluvia que cae allá afuera.
A sus 20 años Zoe Graham ya ha explorado el arte desde distintas perspectivas. Durante sus estudios de preparatoria en Texas tocó guitarra en un grupo de rock llamado Schmillion. Escucharlo hoy no deja desperdicios, es un grupo potente, bravo, crudo, pero al mismo tiempo maduro. Difícil creer que el grupo era compuesto por unas preparatorianas. Hoy, Zoe alterna la actuación la escuela de arte. “Es un poco complicado llevar las dos vidas, pero ambas me encantan, no podría hacer una sin la otra”, me confiesa.
Comparada con su presencia cinematográfica la verdadera Zoe no es tan generosa en la claridad de sus emociones. Sus ojos juegan un póker perfecto y su risa se extiende lo suficiente para ser amable sin ser forzada. Pero sospecho que mis preguntas no la han impresionado demasiado. Presiento que mi grabadora estorba. La apago y me dejo llevar por una conversación que fluye natural y parece más adecuada entre dos personas de edades y gustos similares. Es entonces que comienzo a conocer a Zoe y a entender “Boyhood” de mejor manera.
Zoe me platica sobre el proceso de filmación. “De pronto pasaba un año y yo no tenía noticias. Llegué a pensar que ya no me iban a volver a marcar, que no les había gustado y de la nada recibía una llamada de Linklater. Filmamos en una semana”, me decía. Unos días antes nos juntábamos a discutir las escenas, Ellar (Coltrane) y yo hablábamos y buscamos adaptar los diálogos a nuestras vidas. “Yo nunca diría esta palabra, le comentaba, y entonces adaptábamos el guión. Estábamos viviendo cosas parecidas a las que sucedían en la película; el día que grabamos la escena en que corto con Mason, yo también había cortado con mi novio”.
Es difícil decidir que tanto se parecen Sheena y Zoe porque realmente no vemos suficiente de Sheena en la película. Ese es uno de los pocos reproches que quedan por hacerle a Linklater. Al reflejarse en el mundo, la luz crea la sombra. De igual forma y por un efecto de contraste, la luz de Sheena logra dar profundidad al personaje de Mason. De pronto, del mundo melancólico de Ellar surge una sombra: una nueva capa de profundidad que eleva a su personaje. Pero esa sombra abandona la película muy pronto. Al final de preparatoria Sheena deja a Mason por un joven universitario. –¿Tú lo hubieras hecho? –le pregunto a Zoe. –¡Claro! -me dice. –Mason no era para Sheena. –luego hace una pequeña pausa. –Pero yo lo hubiera hecho de otra forma, no hubiera sido tan dura con él.
Quizás tampoco lo hubiera dejado por un jugador de lacrosse. Zoe Graham es una artista en el sentido más amplio de la palabra. Sus múltiples talentos –actuación, música, artes plásticas –están cimbrados sobre terreno intelectual sólido. Zoe es una feminista de opiniones fuertes y a la vez cuestionamientos interiores legítimos. No se toma nada por dado. “Es interesante –me confiesa –me causa conflicto el vivir de simular ser algo más, la actuación es muy extraña. Es algo que me cuestiono constantemente”. De manera similar, para Zoe el arte no puede ser un ente aislado. Ser actor no basta, hay que buscar el arte en cada ramificación de la vida, aunque cuando le pregunto del amor se detiene: el arte es demasiado caótico por sí mismo, en al amor Zoe prefiere lo asequible.
Pero su postura no es cínica, Zoe defiende consistentemente sus posturas sobre el mundo. Al hablar sobre el feminismo Zoe hace hincapié en cómo la discriminación de género está presente en la vida cotidiana. “Incluso el hecho de que la película se llama ‘Boyhood’ y no ‘Girlhood’ es sintomático”, me dice. “Tiene que ver con que ‘Boyhood’ parece ser un tema universal; todos nos identificamos con la infancia de un niño. Pero si la película se hubiera llamado ‘Girlhood’ parecería atañer solamente a las mujeres, como si la feminidad no fuera universal”.
Una vez entrados en conversación no hay nada que nos detenga. Durante las siguientes tres horas Zoe y yo pasamos de tema en tema con la velocidad de un tren bala. Yo soy quién habla más y Zoe me detiene cuando algo no le parece. Pasamos de lo brillante a lo profundo, de lo profundo a lo cómico, y de lo cómico, a lo íntimo. Pero sobre todo durante esas tres horas indagamos en un placer compartido, un placer por jugar con el lenguaje y empujar los límites del absurdo. Hablar no para decir sino para explorar, para divertir, el lenguaje como un cuerpo vivo, artístico, desprovisto de sentido.
Nuestra conversación me hace recordar otra escena de “Boyhood”; Sheena y Mason viajan a visitar a su hermana en la universidad, durante el camino van filosofando sobre la vida. Da la impresión de que Sheena entiende el sentido lúdico de la conversación; hablan no para avanzar sino para cubrir con sus sombras la tarde. Pero para Mason el asunto es más serio, su pensamiento va construyéndose a la par de sus palabras, el lenguaje tiene un sentido edificador e idealista. Es otro ejemplo de la distancia que media entre ambos personajes. Mason le explica sus teorías del mundo y porque ha cerrado su cuenta de Facebook, Sheena lo observa entretenida, enamorada, pero no convencida. Es en esa escena que se empieza a entrever el conflicto definitivo del amor adolescente: entre lo platónico y lo terrenal.
Al final lo extraordinario de “Boyhood” es que logra traducir la cotidianidad de la vida al lenguaje cinematográfico y que lo logra sin caer en lugares comunes o en idealizaciones hollywoodenses. “Boyhood” es ficción pero bien podría ser un documental. El simple hecho de estar platicando con Zoe me hace sentir parte de la trama. ¿En qué esquina de la cafetería se esconden Likeline y su cámara? Quizás finalmente si se está filmando “Girlhood”.
Volteó la mirada hacia afuera y me encuentro con un mundo obscuro. Han pasado tres horas desde que apagué la grabadora y yo le he contado mi vida entera a Zoe. Me he dejado llevar por su sencillez y el poder de su sonrisa. Como Sheena a Mason, Zoe me ha escuchado hablar intrigada pero sus facciones la rebelan a la vez escéptica: su cabello sigue medrando entre nosotros. Ya es hora de irse. Volteo a ver a Zoe una última vez y descubro un lunar en su frente como poniéndole punto final a sus pensamientos. Zoe es hermosa y brillante, pero no se deja desbordar por sus pasiones.
El resultado es que yo he hablado más que ella. Es justamente lo mismo que sucede al ver “Boyhood”, el espectador acaba entendiendo más de sí mismo y su propia vida que de la película.