Cantinas, tradición que sobrevive
La modernidad, la expansión de las grandes cadenas restauranteras, los nuevos comercios y el aumento en el precio de las rentas son algunos de los factores que hacen cada vez más difícil que los dueños de estos lugares puedan sostenerlos, por lo que están en peligro de extinción
Eduardo Buendia[kaltura-widget uiconfid=”39952882″ entryid=”0_8u47qdsq” responsive=”true” hoveringControls=”false” width=”100%” height=”75%” /]
El bullicio de las pláticas y carcajadas de decenas de parroquianos se mezcla con el choque de platos y vasos. El aroma del lugar es inconfundible, a humo de caldillos de chile guajillo y de tomate con especias; a carne y menudencias.
El menú de hoy: pancita, costilla de cerdo en chile catarino, riñones a la cerveza, arroz a la española y chicharrón en salsa verde que descansan sobre cazuelas de barro. El primer golpe al olfato se combina con la imagen de meseros que sirven por igual tequilas, cervezas, anises, rones y un whisky.
Los corredores peatonales —que más bien son calles largas llenas de nuevos comercios— amenazan su existencia.
El aumento en el precio del suelo de los predios hace cada vez más difícil que los dueños de estos lugares puedan pagar las rentas. Por eso, las barras largas llenas de botellas y los cantineros —que también son los confidentes de estos lugares— están en peligro de extinción.
El señor Enrique Valles, tercera generación de su familia al frente de “El Gallo”, relata con cariño la historia del sitio y asegura que el éxito de este negocio se debe a que su abuelo pudo comprar el edificio a inicios del siglo XX.
“Antes de que la cantina llegara a manos de mi familia hubo dos dueños. Mi abuelo Ramón Valle Díaz llega a México, en 1914, con 16 años de Asturias, España, concretamente de un caserío que se llama Vibaño y más tarde compró el lugar”, explica Valles.
La familia de don Enrique ha mansobrevive Cantinas, tradición que tenido la cantina familiar y ha sobrevivido a cambios de gobierno, crisis económicas y hasta los embates de los terremotos que han afectado la capital. Él ha trabajado en este lugar, entre sus vitrales y sus sillones de linóleo amarillo, desde la década de los 80; afirma que sin duda el terremoto del 85 fue un cambio que transformó su vida y también su negocio.
“En esas épocas aquí era como el Wall Street mexicano, estaban los dueños de los bancos Longoria, estaba todavía Espinoza Yglesias, venían los Aramburu, los de Aurrerá, los Bóker y toda esa gente, era un hervidero (…) Pero vino el temblor y cambió toda la jugada”, señala.
Los que eran parroquianos de “El Gallo de Oro” migraron sus empresas a otros lugares fuera del Centro, lo que hizo que su modelo de negocio cambiara; de esa forma ha logrado pasar las adversidades.
La magia del ‘Victoria’ se niega a desaparecer
Cerca de 72 años el “Salón Victoria” permaneció en la calle de López número 43. La historia de este lugar se divide en dos partes, una que se quedó en el recuerdo de los empleados y de sus parroquianos; y otra que se comenzó a escribir en un nuevo lugar hace tres años.
“Originalmente el dueño era el señor Pepe Llaca, un español que fue exiliado de su país por (Francisco) Franco. Cuando se forja la calle de López, el señor Pepe funda la cantina ‘El Salón Victoria’, que fue la original”, narra Abraham González, dueño de “El Nuevo Salón Victoria”.
Rodeado de tiendas de lámparas y cables eléctricos, la cantina en la calle de López era el refugio de clientes frecuentes que ahí se reunían para tomar una copa, conspirar, hacerle al director técnico de futbol o al analista político, y a jugar profesionalmente a los dados del cubilete.
Hace tres años, la venta del edificio de López, donde por más de siete décadas el “Salón Victoria” le dio servicio a sus comensales, terminó con esa tradición.
Sus mosaicos verdes, ventanas opacas y el anuncio de ese lugar desaparecieron y en sustitución llegaron más comercios de material eléctrico a la zona.
“Lamentablemente nosotros tuvimos que salir de ahí porque se vende el edificio y los empleados no sabemos hacer otra cosa más que atender a la gente, y sobre todo, darle calidad de servicio en platillos y en bebidas; lo que es tradicional”, agrega Abraham González.
Los empleados del antiguo “Salón” propusieron al dueño continuar con la cantina en otro espacio, pero él contestó que estaba cansado de atenderlo y les expresó que si ellos deseaban continuaran.
Por fortuna la magia del “Salón Victoria” se negó a desaparecer. Cinco de los empleados decidieron seguir con el negocio a unas cuadras. La calle de Dolores en el número 20, en una de las entradas del Barrio Chino, fue el inicio de la segunda parte de la historia, donde la magia del “Victoria” sigue más viva que nunca.
Por lo anterior, “El Nuevo Salón Victoria” es ejemplo de supervivencia; sin embargo, también trae a la memoria lugares de tradición cantinera como “El Nivel”, “Montecarlo”, “Dos Naciones”, “La Esperanza” o “El Salón Madrid”, que no soportaron los agitados cambios del Centro y de la Ciudad.
“Han surgido muchos negocios, pero lamentablemente no tienen la calidad de los platillos, las bebidas, del atractivo de una buena cantina. Entonces nosotros dijimos ‘bueno, pues qué hacemos’; prácticamente vamos a fundar, a conseguir la forma de continuar con esa tradición”, agrega un apurado Abraham González, quien además de ser el único dueño de “El Nuevo Salón”, también es mesero y por esa razón porta camisa blanca, moño negro en el cuello y un mandil.
Con la música de “I will survive”, de Gloria Gaynor, de fondo, en el estéreo doméstico con el que los empleados amenizan el servicio que ofrecen, en la barra un exacadémico de la UNAM discute acerca del calentamiento global y su relación con el reciente mega corte de agua en la Ciudad de México.
En la otra mesa, dos hombres de pantalón de casimir, camisa y corbata apresuran su cuba libre de Bacardí, toman el último sorbo, sus portafolios y se retiran. Con una señal de despedida del dueño del lugar.
Don Abraham reflexiona que lo que más le pega a los cantineros como él son los altos precios de las rentas. “Es una tristeza que lugares de tanta tradición, de tanto servicio que se le dio al cliente, de tantas amistades y de tanta gente que nos visita se tenga que perder, lamentablemente por falta de economía”, sostiene el hombre.
El limón del ‘Dux’
Don “Chucho” deja caer cinco hielos en la licuadora. Toma con fuerza una botella de vodka, la destapa. Con la medida en el cerebro deja caer las onzas exactas para preparar esa inigualable bebida que mezcla desde hace 25 años, los mismos que tenía cuando se inició en el oficio de cantinero.
Yerbabuena fresca, jarabe y limones enteros también van a las aspas. Toma la tapa, cierra el aparato ¡y a moler! El estruendo de la licuadora se escucha en todas partes del “Dux de Venecia” por 30 segundos, pero a nadie impresiona; todos sus parroquianos siguen en su plática.
El producto sin zumo y bien molido es descargado en dos vasos de cristal que terminan en espuma y se escucha su siseo “ssssss…”.
“Este es el limón”, dice Chucho poniendo los recipientes sobre la formaica blancuzca de la barra por los millones de trapazos que ha pasado por el mismo lugar.
El mejunje, patentado en el “Dux de Venecia”, es sólo un fragmento de este lugar y también de la cultura gastronómica de Azcapotzalco. Allí, en el local de la pequeña ventana y las puertas que se abren de par en par, aunque a penas caben las almas de una en una, se sirve bebida y botana desde hace más de 100 años.
Enrique Escandón, cuarta generación de dueños del lugar, habla con modestia de su negocio familiar, porque hace unos meses el ‘Dux’ celebró su centenario, aunque realmente Escandón afirma que la cantina ya existía desde 1875, según los libros de contabilidad fechados más antiguos que ha encontrado entre las reliquias de su padre y abuelo.
Sin embargo, Enrique sí dice con orgullo que en el local de Avenida Azacapotzalco 586, el mismo en el que se sienta a hacer sus cuentas y su lista de insumos, lleva más de 10 décadas y fue atendido por su padre y abuelo; y un pariente lejano de origen italiano quien le dio el nombre.
El “Dux de Venecia” es un lugar que genera amistad de manera espontánea. La estrechez del sitio funde a los presentes en una empatía-ritual que de pronto provoca la plática de dos parroquianos de una mesa a otra, que se grite un gol al unísono, que se abrace al de junto o que se le suelten unos cuantos albures
“Chucho, ¿me preparas un A-B-C para que vea cómo es?”, pregunta Alfonso Arciniega, parroquiano que desde hace 20 años agarra la plática con la persona que bebe un ‘Limón’ a su lado izquierdo. El cantinero atiende su llamado, y en una pequeña copa sirve primero la A –de amareto-, luego la B –de Baileys- y al final la C –de cognac.
Con un pequeño popote verde el cantinero adorna y entrega el producto final, un digestivo que funciona para bajar el mole de olla, los caracoles con mole, el pozole o el platillo que toque de botana, dependiendo el día que se visite esta cantina.
Alfonso lo prueba. “¡Aaaaaah!”, exclama. La bebida es dulcérrima por los primeros dos ingredientes, pero la tercera la dota de una nota amarga al final de cada trago.
Al preguntarle al dueño del Dux la fórmula para que un negocio con tanto arraigo en la comunidad de Azcapotzalco continúe después de tanto tiempo, asegura que es ser fiel a su razón de ser: los parroquianos.
“No hemos olvidado nunca qué es lo que ellos piden y le ponemos de nuestra cosecha para que reconozcan un valor adicional a los motivos por los que vienen. Nosotros no servimos bebidas o comida, brindamos una experiencia en un lugar con más de 100 años que ha visto la transformación de la Ciudad de México”, indica Escandón.
El trayecto de la transformación a la que se refiere Enrique está plasmado en una de las fotografías que se encuentra en una de las paredes verde menta, en la que se observa a los clientes del Dux en la época de la Revolución montados en sus caballos.
“Dicen que ellos pidieron que la tomaran”, asegura Enrique Escandón apuntándola con su mano izquierda.
Del ambiente cantinero, determina que en su lugar hay “cero formalismos y cero pretensiones”.
Escandón narra que a su alrededor se ha dado cuenta que las cantinas van desapareciendo cada vez más. Y, aunque muchos nuevos negocios intentan imitar el ambiente, él lo toma como un halago porque le hace ver que las cosas se hacen bien.
Las leyendas de ‘La Potosina’
El trayecto para llegar a “La Potosina”, si se va desde la Catedral Metropolitana, se hace sorteando comercios y cientos de marchantes que acuden a la parte oriente del Centro a comprar ropa, mochilas, paraguas y demás artículos.
Llega a la mente la canción de Chava Flores “tanto hormiguero no tiene tanto animal”, cuando describe un sábado en el Distrito Federal, hoy Ciudad de México.
Sobre la calle de Moneda, después de pasar la Academia de San Carlos y al llegar a Jesús María, una figura tamaño persona de la Santa Muerte vestida de naranja, anuncia que allí es la cantina.
Recargado sobre la puerta don Roberto Solórzano, dueño del sitio, da la bienvenida a sus parroquianos a un lado de playeras colgadas sobre la pared que vende un comerciante.
El lugar, de cuatro por 10 metros, habla por sí solo. “Fuiste el milagro, la espina que duele y el beso de amor. Por eso te odio, por eso te quiero, con todas las fuerzas de mi corazón”, canta Julio Jaramillo con su guitarra desde la rocola que está hasta el fondo de “La Potosina” y unos novios se besan a dos mesas del aparato.
Más allá de ser un lugar de culto a la conspiración y la buena compañía, la cantina de Solórzano acoge una parte muy importante de la historia popular y, quizá, de la Historia de México.
Entre esas cuatro paredes amarillas, donde la barra cuenta con su tubo pegado al piso para descansar la pierna, don Roberto y Guillermo Bautista, periodista y cronista urbano, coinciden en que en la mesa que está a un lado de la primera ventana estuvo sentado Emiliano Zapata.
Diversas versiones de parroquianos historiadores aseguran que allí Zapata, héroe revolucionario al que le gustaba “el chínguere”, llegaba con sus más cercanos en la lucha y se sentaba a beber en “La Potosina”.
Una de esas historia, relata don Roberto, ocurrió una mañana que llegó un joven muy triste y se sentó en una de las sillas.
“Se sentó aquí, estaba cabizbajo, era en la mañana, como las 10. Me puse a platicar con él y ya me dijo que vino en honor a su abuelo que había fallecido, llegó a esta cantina por todo lo que él le platicaba.
“Le pregunté por qué su abuelo venía para acá y me dijo que era mano derecha de Zapata ‘y que aquí estuvo con él’”, agrega Solórzano.
El joven también le relató que sentado allí, en la mesa de la ventana, a Zapata le llevaron dos prisioneros a los que decidió fusilar.
“‘¿En serio?’, le dije. Y pensé que era una gran historia. Se queda como una anécdota muy bonita”, sostiene Roberto.
Por ello es que Guillermo Bautista, quien ha recorrido decenas de cantinas en la capital del país, asegura que más allá de que estos lugares son importantes para las comunidades que las rodean, también son espacios que se convierten en parte de la historia popular y que por ello es importante preservarlos.
Además de los relatos revolucionarios, “La Potosina” también es un altar al equipo de futbol Atlante. En uno de sus muros descansan las imágenes de Félix Fernández, Miguel ‘El Piojo’ Herrera y Wilson Graniolatti, entre otros de la generación campeona de los 90.
Los aficionados de los “Potros de Hierro” también conocen a esta cantina como “La Potrosina”, y es frecuentada por muchos nostálgicos del equipo que ahora disputa la segunda división. En algún momento, también las figuras del equipo azulgrana visitaron el lugar, invitados por el padre de don Roberto, quien por las tardes todavía reparte bebidas y botana.